jueves, 4 de enero de 2018

Las reglas de la vida

Un notable filósofo existencialista afirmó alguna vez que las reglas de la vida están establecidas solamente en términos de saldos. No hay pérdidas totales ni ganancias absolutas. 
Todo en la vida es cuestión de saldos, a favor o en contra, y ellos dependen de la habilidad con que hayamos sabido administrar nuestras relaciones interpersonales, que finalmente se reflejarán en nuestro estado de pérdidas y ganancias y ambas son sólo nuestras, porque así lo decidimos vivir, pelear y soñar.


Por eso, lo único que no se vale es sentarse a esperar que sea otro el que diseñe nuestro balance definitivo y confiemos nuestra felicidad en lo que los demás hagan, mientras que como espectadores insensatos, vemos cómo la vida pasa frente a nosotros.

Quizá por esto, otro autor afirma que nuestras vidas son como las instituciones financieras en las que depositamos nuestro dinero y en las que cuidamos celosamente siempre tener saldos a favor. En nuestra alma se hacen también depósitos y retiros, y lo mismo hacemos en los corazones de aquellos que queremos y que la vida nos dio un día como destinatarios de nuestros afanes con los correspondientes saldos que eso supone. Si nos preocupamos por depositar siempre amor, nuestro saldo será siempre abundante. Si nos obstinamos en negarle a nuestro corazón la oportunidad de amar, nuestro saldo estará en rojo, con la consiguiente infelicidad que eso trae consigo.

Aquí igualmente es decisión nuestra alimentar o saquear la ternura que en el otro se encuentra y que espera nuestra generosidad para aumentar la cuenta en su banco emocional.

En realidad, la regla más importante que la vida nos puede dar y que por otro lado es la única que nos puede imponer reglas es que todo en ella siempre es un préstamo. La vida nos presta por un tiempo a nuestros padres, a nuestros hijos y a nuestros abuelos. Nos presta a los amigos, a los maestros, al mundo con su innegable belleza y los bienes que tenazmente buscamos. El tiempo que tenemos es prestado, como la vida misma lo es y la persona amada, con la que supuestamente seríamos felices "por siempre", también es un préstamo, el más bello quizás de todos, a pesar de las vicisitudes de su temporalidad.

Sin embargo, como en todos los préstamos, la vida nos reclama también el pago de intereses. Vivir la vida en plenitud es abonar en gran medida a la cuenta de esos réditos.

Vivir quejándose de ellos es potenciar su volumen, sin ningun propósito.

Aprovechar el día- como decían los antiguos romanos- es la mejor forma de celebrarlo, dándole nuestro particular encanto, en lugar de reclamar la hipoteca que, a veces arduamente, es cierto, tenemos que pagar por vivirla. Entender como un préstamo lo que aún tenemos es buscar disfrutarlo con sabiduría porque un día no lo tendremos más. Llorar por este motivo es un contrasentido ya que ineludiblemente un día los hijos se irán, nuestros padres ya no estarán más, los amigos se alejarán y el tiempo inflexible nos hará ver que los rituales de la vida cumplen ciclos, sin que podamos hacer nada por evitarlos. Pero si supimos vivir, si en cada cosa supimos poner alegría y no desencanto, si amamos sin pedir al otro nada a cambio, si rezamos para cambiar nosotros y no con la ilusa pretensión de cambiar a Dios, si supimos conservar los pocos o muchos amigos que nos acompañaron fielmente a lo largo de nuestra vida, si amamos a nuestros padres y a nuestros hijos y si en lugar de quejarnos, damos gracias por todo lo que se nos concedió, aún sin merecerlo, los intereses y los saldos serán tan cortos, que inclusive constituirán un día nuestra propia corona de felicidad, cuando llegue la cita de nuestro siempre.

Se dice que un amigo consolaba a otro, porque lo que él creyó el amor de su vida se había alejado, y su consejo fue sencillo: en lugar de enojarse y protestar porque ya no lo tenía, debía agradecer por el tiempo que lo tuvo y recordar siempre los momentos felices que ambos vivieron y por los que pudo encontrar, por ese tiempo, un sentido a su existencia. Lo acertado del consejo está en que es inútil llorar y desgastar nuestra vida para ahondar tan sólo en lo negativo de ella, y dejar de lado lo más bello que es el préstamo que recibimos y que con todo y el costo que tuvimos que pagar fue maravilloso.

Un poeta afirmó: "que yo haya podido tocar tu corazón, fue un privilegio; que tú hayas tocado el mío, fue un honor. Pero que yo te haya ayudado a tocar tu propio corazón, fue un placer inenarrable."

Lo que vale para todos nosotros, fugaces transeuntes de esta hermosa danza de la vida, prestada, pero finalmente fascinante.

Ruben Nuñez de Caceres V.
de su libro: Para aprender la vida

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