Érase un hombre que practicaba el poco respetable oficio de escritor de amenidades. Formaba parte, empero, de aquel reducido número ero de literatos que, en la medida de lo posible, toman en serio su profesión, y a quienes algunos entusiastas manifiestan un respeto semejante al que solía ofrecerse a los verdaderos poetas en tiempos pasados, cuando aún existían poesía y poetas.
Este literato escribía todo tipo de cosas agradables, novelas, relatos y también poemas, y se esforzaba todo lo imaginable por hacerlo bien. Sin embargo, raras veces lograba ver satisfecha su ambición, ya que, aun cuando se tenía por humilde, caía presuntuosamente en el error de no tomar como medida de comparación a sus colegas y contemporáneos, los otros escritores de amenidades, sino a los poetas del pasado -o sea, aquellos ya consagrados durante generaciones-. Y, en consecuencia, una y otra vez debía reconocer con aflicción que incluso la mejor y más afortunada página por él escrita quedaba muy a la zaga de la frase o verso más recóndito de cualquier verdadero poeta. Así, su insatisfacción iba en aumento y su trabajo llegó a no complacerle en absoluto. Y si bien aún escribía alguna pequeñez de vez en cuando, sólo lo hacía con objeto de expresar esta insatisfacción y aridez interior y darles salida en forma de amargas críticas a su época y a sí mismo. Con ello, naturalmente, no mejoraban las cosas. A veces también. intentaba emprender el retorno a los jardines encantados de la poética pura y rendía homenaje a la belleza en hermosas creaciones lingüísticas, en las que erigía esmerados monumentos a la naturaleza, las mujeres, la amistad. Y en efecto, estas composiciones tenían cierta música y una semejanza con la auténtica poesía de los poetas auténticos, en los que hacían pensar, tal como un amor o una emoción pasajeros pueden, ocasionalmente, recordar a un hombre de negocios y de mundo el espíritu que ha perdido.
Un día de la temporada que media entre el invierno y la primavera, este escritor, que tanto hubiese deseado ser poeta y a quien muchos incluso tenían por tal, estaba sentado una vez más ante su mesa de trabajo. Como de costumbre, se había levantado tarde, no antes de mediodía, después de pasar la mitad de la noche leyendo. Estaba sentado, con la mirada fija en el punto del papel donde dejara de escribir el día anterior. El papel decía cosas inteligentes, expuestas en un lenguaje ágil y cultivado, contenía ideas sutiles, ingeniosas descripciones, de las líneas y páginas se desprendía más de un hermoso cohete y alguna esfera luminosa, en ellas resonaba más de un sentimiento delicado… pero, no obstante, lo que leyó en su escrito decepcionó al escritor. Desengañado contempló lo que comenzara la víspera con cierta alegría y entusiasmo, lo que durante una hora crepuscular semejara narrativa, para convertirse otra vez en literatura de la noche a la mañana, un enojoso papel escrito que, en realidad, daba lástima.
Como tantas otras veces a esta hora algo lastimera del mediodía, percibió y consideró su situación extraordinariamente tragicómica, su necia aspiración secreta a una auténtica composición poética (cuando en la realidad actual no existía ni podía existir auténtica poesía) y las fatigas infantiles y tontamente inútiles que sufría por su deseo de crear, con ayuda de su amor a la antigua poesía, con ayuda de su gran cultura, de su delicado oído para las palabras de los auténticos poetas, algo que estuviese a la altura de la antigua poesía o se asemejase a la misma hasta el punto de inducir a confusión (cuando sabía perfectamente que es imposible crear nada a base de cultura e imitación).
También sabía a medias y hasta cierto punto tenía conciencia de que esta ambición sin esperanza y esta ilusión infantil que inspiraba todos sus esfuerzos no constituía en modo alguno una situación particular y personal, sino que cada ser humano, incluso el de apariencia normal, incluso el que aparentemente era afortunado y feliz, abrigaba la misma aridez y el mismo desesperado desengaño; que cada hombre buscaba constante y continuamente algo imposible; que incluso el menos atractivo acariciaba el ideal de Adonis, el más tonto el ideal de sabio, el más pobre la ilusión de Creso. Sí, incluso sabía a medias que ese tan venerado ideal de la «auténtica poesía» no significaba nada, que Goethe consideraba a Homero o a Shakespeare como algo inalcanzable con el mismo desánimo con que un literato actual podría contemplar a Goethe, y que el concepto de «poeta» no era más que una abstracción vacía; que también Homero y Shakespeare habían sido sólo literatos, especialistas dotados, que lograron prestar a sus obras esa apariencia de lo suprapersonal y eterno. Sabía todo esto a medias, como suelen saber estas cosas evidentes y terribles las personas inteligentes y habituadas a pensar. Sabía o intuía que también una parte de sus propias tentativas de escritor causarían a lectores de épocas posteriores la impresion de «auténtica poesía», que tal vez literatos posteriores pensarían con nostalgia en él y su época como si de una edad de oro se tratase, en la que aún hubieran existido verdaderos poetas, verdaderos sentimientos, hombres verdaderos, una verdadera naturaleza y un verdadero espíritu. Como él bien sabía, ya el apacible provinciano de la época feudal y el gordo burgués de una pequeña ciudad medieval habían comparado con idéntica actitud crítica y sentimental su propia época refinada y corrupta con un ayer inocente, ingenuo, espiritual, y habían considerado a sus antepasados y su modo de vida con la misma mezcla de envidia y compasión con que el hombre actual tendía a considerar la bienaventurada época anterior al invento de la máquina de vapor.
Al literato le eran familiares todos estos pensamientos, conocidas todas estas verdades. Lo sabía: el mismo juego, el mismo anhelo ávido, noble, sin esperanza, de algo auténtico, eterno, valioso en sí mismo, que le impulsaba a llenar hojas de papel escrito, empujaba también a todos los demás, al general, al ministro, al diputado, a la elegante dama, al aprendiz de tendero. Todos los hombres, iluminados por secretas ilusiones, cegados por ideas preconcebidas, seducidos por ideales, anhelaban de algún modo, muy inteligente o muy tonto, poco importaba, salir de sí mismos y de los límites de lo posible. No había teniente que no llevase consigo la imagen de Napoleón… ni Napoleón que en su época no se sintiera como un imitador, no considerara sus hazañas medallas de juguete, sus objetivos ilusiones. Nadie había quedado fuera de ese baile. Nadie tampoco había dejado de experimentar en algún momento, a través de alguna hendidura, la certeza de ese engaño. Ciertamente existían los perfectos, los dioses humanos, había existido Buda, Jesús, Sócrates. Pero incluso ellos sólo habían alcanzado la plenitud y habían sido penetrados totalmente por la omnisciencia en un único instante: el instante de su muerte. En efecto, su muerte no había sido más que la última penetración de¡ conocimiento, el último don por fin logrado. Y posiblemente cada muerte tenía ese significado, posiblemente cada moribundo era una persona que estaba alcanzando su plenitud, que desechaba el engaño de la muerte, que se abandonaba, que no deseaba ser nada.
Este tipo de reflexiones, aun cuando tan poco complicadas, estorban mucho los esfuerzos, las acciones del hombre, su continua participación en su juego. Y así, el trabajo del poeta aplicado tampoco progresaba mucho a esa hora. No existía palabra alguna que mereciera ser escrita, ni pensamiento alguno que realmente fuese necesario comunicar. No, era una lástima desperdiciar papel, más valía dejarlo sin escribir.
El literato apartó la pluma y guardó sus papeles en el cajón con esa sensación; de haber tenido un fuego a mano, los hubiese arrojado al mismo. La situación no era nueva; se trataba de una desesperación paladeada ya con frecuencia, que ya había sido domada y al mismo tiempo había adquirido una cierta resistencia. Se lavó las manos, se puso el abrigo y el sombrero, y salió. Cambiar de lugar era uno de sus recursos largo tiempo acreditados; sabía que no era bueno permanecer largo rato en la misma habitación con todo el papel escrito y en blanco cuando se hallaba en ese estado de ánimo. Más valía salir, tomar el aire y ejercitar la vista en las escenas callejeras. Podía suceder que le viniese al encuentro una mujer hermosa o que topase con un amigo, que una horda de colegiales o cualquier entretenimiento gracioso de un escaparate le llevaran a cambiar de pensamientos, podía resultar que en una esquina le atropellase el automóvil de uno de los señores de este mundo, de un editor de periódicos o de un rico panadero: meras posibilidades de cambiar de situación, de crear nuevas circunstancias.
Vagabundeó lentamente en medio del aire casi primaveral, vio matas de campanillas que inclinaban la cabeza en los tristes y reducidos céspedes plantados frente a las casas de pisos, respiró el húmedo y tibio aire de marzo, que le indujo a dirigirse a un parque. Allí se sentó en un banco, al sol, entre los árboles deshojados, cerró los ojos y se entregó al juego de los sentidos a esa hora soleada de primavera temprana: qué suave el contacto del viento en las mejillas, qué hirviente ya el sol lleno de oculto ardor, qué penetrante e inquieto el olor de la tierra, qué alegres los pasos infantiles que de tanto en tanto pisaban juguetones la arena de los senderos, qué cariñoso y perfectamente dulce el canto de un mirlo en algún lugar del desnudo arbolado. Sí, todo era muy hermoso, y puesto que la primavera, el sol, los niños, el mirlo no eran más que cosas muy antiguas, que ya habían alegrado al hombre millares y millares de años atrás, en realidad resultaba incomprensible que en el momento presente no fuese posible escribir un poema de primavera tan hermoso como los compuestos hacía cincuenta o cien años. Y sin embargo no era así. El más tenue recuerdo de la canción de primavera de Uhland (naturalmente con la música de Schubert, cuya fabulosa obertura, tan penetrante y conmovedora, sabía a primavera temprana) bastaba para indicar a un poeta actual que esas cosas cautivadoras ya habían sido narradas por el momento y que no tenía sentido querer imitar a toda costa esas creaciones de tan insuperable plenitud, que exhalaban bienaventuranza.
En el preciso instante en que sus pensamientos iban a entrar de nuevo en ese viejo derrotero estéril, el poeta frunció los ojos con los párpados cerrados y a través de una pequeña rendija de los ojos -aunque no sólo con éstos- percibió una ligera reverberación y un tenue destello, islas de rayos de sol, reflejos luminosos, espacios de sombra, cielo azul veteado de blanco, un cono centelleante de luces movedizas, lo que cualquiera puede ver al guiñar los ojos, pero reforzado de algún modo, de alguna forma valioso y único, transformado de percepción en experiencia por la acción de alguna sustancia secreta. Lo que centelleaba con múltiples destellos, reverberaba, se desvanecía, ondeaba y batía alas no era un mero tumulto de luz procedente del exterior, y esos fenómenos no se desarrollaban sólo en el ojo, también eran vida, bullente impulso interior, y correspondían al espíritu, al propio destino. Ésta es la manera de ver de los poetas, de los «visionarios»; de este modo embelesador y conmovedor ven quienes han sido alcanzados por Eros. Se había desvanecido el recuerdo de Uh1and y Schubert, ya no había un Uhland, ya no había poesía, ya no había pasado, todo era instante eterno, experiencia, verdad íntima.
Entregado a la maravilla, que ya otras veces experimentara, pero para la que creía haber perdido tiempo ha toda vocación y toda gracia, permaneció instantes eternos suspendido en lo intemporal, en la conjunción del mundo y el espíritu, vio moverse las nubes al impulso de su aliento, sintió girar el cálido sol dentro de su pecho.
Pero mientras miraba fijamente con los ojos entornados, abandonado a la rara experiencia, entrecerrando todos los sentidos, pues sabía perfectamente que la corriente fatua procedía del interior, allí cerca, en el suelo, percibió algo que le cautivó. Tardó un rato en advertir, paulatinamente, que se trataba del pequeño pie de una niña. Lo cubría un zapato de cuero marrón y pisaba la arena del sendero con vigor y alegría, apoyando el peso en el tacón. Ese zapatito de niña, ese cuero marrón, esa alegría infantil de la pequeña suela al pisar, ese trocito de media de seda que cubría el tierno tobillo, recordaron algo al poeta, inundaron su corazón de forma repentina y apremiante como si formasen parte del recuerdo de una experiencia importante, pero no logró dar con la clave. Un zapato de niña, un pie de niña, una media de niña: ¿qué importancia tenía todo eso? ¿Dónde se hallaba la pista? ¿Dónde se encontraba el manantial de su espíritu que respondía ante esa imagen entre millones, la acariciaba, la atraía, la tenía por cosa cara e importante? Abrió del todo los ojos un instante y pudo ver la figura completa de la niña, una niña bonita, por el lapso que dura un medio latido de corazón. Pero inmediatamente advirtió que esa imagen ya nada tenía que ver con él, que no se trataba de la que tenía importancia para él, e involuntariamente, a toda prisa, volvió a cerrar los ojos con tal fuerza que sólo Regó a divisar durante el resto de un instante el pie infantil que desaparecía. Luego cerró completamente los ojos, recordando el pie, palpando su significado, pero sin saberlo, afligido por esa búsqueda inútil, satisfecho por la fuerza de esa imagen en su espíritu. En algún lugar, en algún momento, había percibido ese piececito en el zapato marrón, esa imagen ahogada luego por las experiencias. ¿Cuándo había sucedido eso? Oh, debía haber ocurrido mucho tiempo atrás, en su prehistoria, tan lejano semejaba, tan remoto se le aparecía, procedente de una profundidad tan inconcebible, tan hondo había caído en el pozo de sus pensamientos. Era posible que lo hubiera llevado consigo, perdido y jamás reencontrado hasta ese día, desde su primera infancia, desde aquella época fabulosa cuyos recuerdos aparecen todos tan borrosos e irrepresentables y tan difíciles de invocar, y sin embargo resultan más llenos de colorido, más cálidos y más plenos que todos los recuerdos posteriores. Meció largo rato la cabeza, cerrados los ojos, mucho tiempo estuvo reflexionando y una y otra vez, vio perfilarse ese, aquel hilo, esa serie, aquella cadena de vivencias, ero la niña, el zapatito marrón, no se adecuaban a ninguna de ellas. No, no podía dar con ello, era inútil proseguir esa búsqueda.
Hurgaba entre los recuerdos afectado por el mismo error de óptica que sufre aquel que no logra reconocer lo que tiene muy próximo, porque lo cree muy distante y por consiguiente confunde todas las formas. Pero en cuanto renunció a sus esfuerzos, dispuesto ya a dejar esa ridícula pequeña vivencia y a olvidarlo todo, cambió la situación y el zapatito se situó en la perspectiva adecuada. De súbito, con un profundo suspiro, el hombre advirtió que el zapatito no estaba debajo de todo en el atestado cuarto de imágenes de su ser íntimo, que no formaba parte de las posesiones más antiguas, sino que era una adquisición muy nueva y reciente. Le parecía que hacía sólo unas horas que había tenido relación con esa niña, que prácticamente acababa de ver correr ese zapato.
Y entonces, de golpe, lo supo. Sí, claro que sí; eso era, ahí estaba la niña que correspondía al zapato, y ésta formaba parte del fragmento de un sueño que el escritor había tenido la noche pasada. Dios mío, ¿cómo era posible olvidar de ese modo? Se había despertado en medio de la noche, lleno de felicidad y conmovido por la fuerza secreta de su sueño, con la sensación de haber adquirido una experiencia importante, magnífica… y al cabo de poco se había vuelto a dormir, y una hora de sueño matutino había sido suficiente para borrar otra vez toda la magnífica experiencia, de tal forma que no la había recordado más hasta que se la rememorara la visión fugaz de un pie de niña. ¡Tan fugaces, tan pasajeras, tan presas del azar resultaban las experiencias más profundas, más maravillosas del espíritu! E incluso en esos momentos no lograba reconstruir todo el sueño de la pasada noche. Sólo quedaban escenas sueltas, en parte inconexas, algunas frescas y llenas de vitalidad, otras ya grises y polvorientas, captadas ya en proceso de desvanecimiento. Pero ¡qué hermoso, qué profundo, qué exaltante había sido el sueño! ¡Cómo le había latido el corazón al despertar por primera vez, embelesado e inquieto como en las festividades de la infancia! ¡Cómo le había inundado la viva sensación de haber experimentado algo noble, importante, inolvidable, imposible de perder! Y un par de horas más tarde sólo le quedaba ese fragmento, ese par de imágenes ya desvaídas, ese débil eco en el corazón; el resto se había perdido, había pasado, ya no tenía vida!
Al menos ese poco se habría salvado de forma definitiva. El escritor tomó en seguida la decisión de recolectar todo lo que aún quedase del sueño en sus recuerdos y transcribirlo con la máxima fidelidad y exactitud posibles. En el acto sacó una libreta del bolsillo y tomó las primeras notas a fin de recuperar como pudiese la estructura y el entorno de todo el sueño, sus líneas principales. Pero de nada le sirvió. Ya no le era posible identificar ni el comienzo ni el final del sueño, y no sabía el lugar que ocupaban dentro de la historia soñada la mayor parte de los fragmentos aún a mano. No, era preciso comenzar de otra forma. Ante todo debía salvar lo que aún estaba a su alcance, debía retener en seguida el par de imágenes aún vivas -sobre todo el zapatito- antes de que también saliesen volando, tímidas aves encantadas.
Del mismo modo que un excavador intenta descifrar la inscripción que ha hallado en una antigua lápida a partir de las ocas letras o signos que aún resultan comprensibles, nuestro hombre deseaba leer su sueño recomponiéndolo pedazo a pedazo.
En el sueño se había relacionado de algún modo con una niña, una niña extraordinaria, tal vez no verdaderamente hermosa, pero maravillosa en algún sentido, una niña de unos trece o catorce años, pero que aparentaba tener menos. Tenía el rostro tostado por el sol. ¿Los ojos? No, no podía verlos. ¿El nombre? Desconocido. ¿Relación con él, la persona que soñaba? ¡Alto, ahí estaba el zapatito marrón! Vio el mismo pie que se movía acompañado de su hermano gemelo, lo vio bailar, lo vio dar pasos de baile, los pasos de un boston. Oh, sí, volvía a saber un montón de cosas. Tenía que empezar todo de nuevo.
En resumen: en el sueño había bailado con una maravillosa niña desconocida, una niña de rostro moreno, con zapatos marrones: ¿no lo tenía todo de esa tonalidad? ¿También el cabello? ¿También los ojos? ¿También el vestido? No, eso ya no lo sabía; era de suponer, parecía posible, pero no era seguro. Debía mantenerse dentro de los límites de lo seguro, de lo que daba base real a sus reflexiones, de lo contrario perdía todo punto de referencia. Ya entonces comenzó a intuir que esa investigación del sueño lo llevaría muy lejos, que había emprendido un camino largo, sin fin. Y precisamente entonces dio con otro fragmento.
Sí, había bailado con la pequeña, o había querido, o debido, bailar con ella, y la niña había ejecutado, todavía por su cuenta, una serie de lozanos pasos de baile, muy elásticos y dotados de una energía encantadora ¿Habían llegado a bailar en realidad los dos? ¿No lo había hecho ella sola? No. No, él no había bailado, sólo había querido hacerlo, más aún, había acordado con alguien que bailaría con esa morenita. Pero después ella había comenzado a bailar sola, sin él, y él había sentido cierto temor o timidez ante la idea de bailar; se trataba de un boston, no conocía bien ese baile. No obstante, ella había empezado a bailar, sola, juguetona, sus zapatitos marrones habían descrito cuidadosamente, con un ritmo maravilloso, las figuras del baile sobre la alfombra. Pero ¿por qué no había bailado también él? 0 ¿por que había deseado bailar en un principio? ¿Que acuerdo había sido ése? No logró descubrirlo.
Se hizo otra pregunta: ¿qué aspecto tenía la simpática muchachita? ¿A quién le recordaba? Pensó largo rato en vano, todo parecía inútil otra vez, y por un momento llegó a impacientarse y a irritarse, estuvo a punto de dejarlo correr todo de nuevo. Pero ya comenzaba a aparecer una nueva idea, se divisaba otro rastro. La pequeña se parecía a su amada… olí, no, no se le parecía, incluso le había sorprendido encontrarla tan distinta, pese a ser efectivamente su hermana. ¡Alto! ¿Su hermana? Olí, ahora todo el rastro resultaba dato otra vez, todo adquiría sentido, todo estaba de nuevo al descubierto. Volvió a comenzar las notas, entusiasmado con la inscripción que de pronto empezaba a perfilarse, profundamente conmovido por la recuperación de las imágenes que creía perdidas.
Había sucedido así: en el sueño había aparecido su amada, Magda, y no se había mostrado pendenciera y malhumorada como en los últimos tiempos, sino extraordinariamente amable, algo callada, pero alegre y bonita. Magda le había recibido con una curiosa ternura silenciosa, le había dado la mano, sin un beso, y le había explicado que deseaba presentarle por fin a su madre; y además de la madre había conocido a la hermana pequeña, que estaba destinada a ser más tarde su amada y esposa. La hermana era mucho más joven y le gustaba el baile; la mejor forma de conquistarla sería bailar con ella.
¡Qué hermosa había aparecido Magda en ese sueño! ¡Cómo había brillado en sus ojos, en su frente clara, en su espesa cabellera fragante todo lo extraordinario, adorable, espiritual, tierno de su ser, tal como él lo viviera en las primeras imágenes que de ella se formara en la época de máximo amor!
Y entonces, en el sueño, le había llevado a una casa, a su casa, a la casa de su madre y de su infancia, a la casa de su espíritu, para que viera a su madre y a su hermanita más bonita, para que conociera a esa hermana y la amase, puesto que le estaba destinada como amada. Pero ya no podía recordar la casa, sólo un vestíbulo vacío en el que tuvo que esperar, y tampoco podía representarse ya a la madre; al fondo sólo se vislumbraba una mujer de edad, una ama o enfermera, vestida de gris o de negro. Pero entonces había venido la pequeña, la hermana, una niña encantadora, de unos diez u once años pero cuya manera de ser parecía de catorce. En particular, su pie resultaba tan infantil en el zapato marrón, tan absolutamente inocente, risueño e incauto, tan poco aseñorado y, sin embargo, ¡tan femenino! Había recibido su saludo con simpatía, y a partir de ese momento Magda había desaparecido, sólo quedaba la pequeña. Recordando el consejo de Magda, la había invitado a bailar. Y ella había aceptado en seguida, arrebolada, y había comenzado a bailar, sola, sin vacilación, y él no había osado enlazarla y bailar con ella, en primer lugar porque resultaba tan bella y perfecta en su danza infantil, y también porque bailaba un boston, un baile que no era su fuerte.
En medio de sus esfuerzos por recuperar las imágenes del sueño, el literato tuvo que reírse un instante de sí mismo. Le vino a la memoria que poco antes aún había estado pensando en lo inútil que resultaba esforzarse por componer un nuevo poema de primavera, considerando que todo eso ya había sido dicho antes de forma insuperable; pero al recordar el pie de la niña cuando bailaba, los ligeros movimientos adorables del zapatito marrón, la nitidez del paso de baile que trazaba sobre la alfombra, y el hecho de que, no obstante, toda esa hermosa gracia y seguridad estaba cubierta de una capa de timidez, de un olor de vergüenza infantil, comprendió que bastaba componer un canto a este pie de niña para superar todo lo que habían dicho los poetas anteriores sobre la primavera y la juventud y el presentimiento del amor. Pero en cuanto sus reflexiones comenzaron a perderse por estos derroteros, en cuanto comenzó a jugar distraído con la idea de un poema «A un pie en un zapato marrón», percibió con temor que todo el sueño estaba a punto de escapársele de nuevo, que todas las imágenes anímicas perdían densidad y se esfumaban. Angustiado, impuso orden en sus ideas, advirtiendo, empero, que en ese momento, aun cuando hubiese tomado nota de su contenido, el sueño había dejado de pertenecerle por completo, que comenzaba a hacerse viejo y extraño. Y al instante tuvo también la sensación de que siempre sucedería lo mismo: que esas encantadoras imágenes sólo le pertenecerían e impregnarían su espíritu con su fragancia mientras permaneciese junto a ellas de todo corazón, sin otras ideas, sin proyectos, sin preocupaciones.
El poeta emprendió el camino de regreso pensativo, transportando el sueño ante sí como si se tratase de un juguete infinitamente frágil, hecho de finísimo cristal. Iba lleno de inquietud por su sueño. ¡Ay, si sólo lograse volver a reconstruir plenamente la figura de la amada del sueño! Recomponer el todo a partir del zapato marrón, del paso de baile, del resplandor del rostro moreno de la pequeña, a partir de esos escasos y preciosos restos, le parecía lo más importante del mundo. Y, de hecho, ¿no le había sido prometido como amor?, ¿no había nacido en los mejores y más profundos manantiales de su alma?, ¿no se le había aparecido como la imagen de su futuro, como presagio de las posibilidades de su destino, como su más auténtico sueño de dicha? Y mientras se inquietaba, muy en el fondo se sentía, empero, infinitamente feliz. ¿No era maravilloso que fuese posible soñar tales cosas, que uno llevase consigo ese mundo hecho de la más etérea materia mágica, que en el alma, tantas veces escudriñada con desespero en busca de algún resto de fe, de alegría, de vida, que en esa alma pudiesen brotar tales flores?
Al llegar a casa, el literato cerró la puerta tras sí y se echó en un diván. Libreta en mano, releyó atentamente las anotaciones y descubrió que de nada le servían, que no ofrecían nada, que, sólo creaban obstáculos y confusión. Arrancó las hojas y las destruyó meticulosamente, al tiempo que decidía no concentrarse, y súbitamente volvió a encontrarse esperando en ese vestíbulo vacío de la casa desconocida; al fondo divisó a una señora de edad, vestida de negro, que caminaba arriba y abajo muy inquieta, volvió a percibir el momento predestinado: Magda acababa de salir en busca de su nueva amada, más joven, más hermosa, la verdadera y eterna amada. La mujer lo contempló amable y preocupada, y bajo sus facciones y bajo su vestido gris aparecieron otras facciones y otros vestidos, rostros de amas y enfermeras de su propia infancia, el rostro y la bata gris de su madre. Y sintió que el futuro, el amor, también le salían al encuentro en esa casa de recuerdos, en ese círculo de imágenes maternales, fraternales. Al amparo de ese vestíbulo vacío, bajo las miradas de preocupadas, amables, fieles madres y Magdas, había crecido la niña cuyo amor debía favorecerlo, cuya posesión debía hacer su dicha, cuyo futuro también sería el suyo.
Y vio también cómo extraordinariamente tierna y sincera, sin un beso, lo saludaba Magda; su rostro encerraba de nuevo, bajo la luz dorada del crepúsculo, todo el encanto que antaño ofreciera para él; en el momento de la renuncia y la separación refulgía una vez más tan adorable como en sus tiempos más bienaventurados; su rostro más denso y profundo anticipaba a la más joven, la más hermosa, la auténtica, la única, a la que había venido a presentarle y ayudarle a conquistar. Parecía la propia imagen del amor, con su humildad, su capacidad de transformación, su magia entre maternal e infantil. Su rostro reunía todo lo que un día viera, soñara, deseara y cantara en esa mujer, toda la transfiguración y la adoración que le había aportado en la época cumbre de su amor; toda su alma, unida a su propio amor, se había hecho rostro, fulguraba visiblemente en las facciones sinceras, queridas, sonreía triste y amistosa por sus ojos. ¿Sería posible decir adiós a tal amada? Pero la mirada de ella decía que era preciso despedirse, que debía suceder algo nuevo.
Y lo nuevo entró sobre ágiles piececitos: entró la hermana, pero no se le veía el rostro, nada se le veía claramente excepto que era pequeña y graciosa, que llevaba zapatos marrones, que tenía el rostro moreno y que sus vestidos eran castaños, y que sabía bailar con una perfección embelesadora. Y además el boston, el baile que su futuro amante no sabía nada bien. Nada podía expresar mejor la superioridad de la niña sobre el adulto -experimentado, con frecuencia desengañado- que el hecho de que bailase con tanta ligereza y gracia y perfección, ¡y además el baile que él no dominaba, en el que él no tenía esperanza de superarla!
El literato pasó todo el día ocupado con su sueño, y cuanto más profundizaba en él, más bello le resultaba, más le parecía que superaba todas las composiciones de los mejores poetas. Mucho tiempo, durante días enteros, acarició deseos y planes de escribir este sueño de forma que manifestase esa infinita belleza, profundidad e intimidad, no sólo para el que lo soñara, sino también para otros. Tardó en abandonar estos deseos y esfuerzos y en comprender que debía contentarse, en su interior, con ser un verdadero poeta, un soñador, un visionario de espíritu, pero que su obra debería seguir siendo la de un simple literato.
HERMANN HESSE
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