jueves, 11 de febrero de 2021

Don Segundo Sombra. Fragmento

 

En las afueras del pueblo, a unas diez cuadras de la plaza céntrica, el puente viejo tiende su arco sobre el río, uniendo las quintas al campo tranquilo.
Aquel día, como de costumbre, había yo venido a esconderme bajo la sombra fresca de la piedra, a fin de pescar algunos bagresitos, que luego cambiaría al pulpero de «La Blanqueada» por golosinas, cigarrillos o unos centavos.
 

 

Mi humor no era el de siempre; sentíame hosco, huraño, y no había querido avisar a mis habituales compañeros de huelga y baño, porque prefería no sonreír a nadie ni repetir las chuscadas de uso.
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La pesca misma pareciéndome un gesto superfluo, dejé que el corcho de mi aparejo, llevado por la corriente, viniera a recostarse contra la orilla.
Pensaba. Pensaba en mis catorce años de chico abandonado, de «guacho», como seguramente dirían por ahí.
Con los párpados caídos para no ver las cosas que me distraían, imaginé las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas, divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o verticales entre sí.
En una de esas manzanas, no más lujosa ni pobre que otras, estaba la casa de mis presuntas tías, mi prisión.
¿Mi casa? ¿Mis tías? ¿Mi protector don Fabio Cáceres? Por centésima vez aquellas preguntas se formulaban en mí, con grande interrogante ansioso, y por centésima vez reconstruí mi breve vida como única contestación posible, sabiendo que nada ganaría con ello; pero era una obsesión tenaz.
¿Seis, siete, ocho años? ¿Qué edad tenía a lo justo cuando me separaron de la que siempre llamé «mamá», para traerme al encierro -11- del pueblo so pretexto de que debía ir al colegio? Sólo sé que lloré mucho la primer semana, aunque me rodearon de cariño dos mujeres desconocidas y un hombre de quien conservaba un vago recuerdo. Las mujeres me trataban de «m'hijato» y dijeron que debía yo llamarlas Tía Asunción y Tía Mercedes. El hombre no exigió de mí trato alguno, pero su bondad me parecía de mejor augurio.
Fui al colegio. Había ya aprendido a tragar mis lágrimas y a no creer en palabras zalameras. Mis tías pronto se aburrieron del juguete y regañaban el día entero, poniéndose de acuerdo sólo para decirme que estaba sucio, que era un atorrante y echarme la culpa de cuanto desperfecto sucedía en la casa.
Don Fabio Cáceres vino a buscarme una vez, preguntándome si quería pasear con él por su estancia. Conocí la casa pomposa, como no había ninguna en el pueblo, que me impuso un respeto silencioso a semejanza de la Iglesia, a la cual solían llevarme mis tías, sentándome entre ellas para soplarme el rosario y vigilar mis actitudes, haciéndose de cada reto un mérito ante Dios.
Don Fabio me mostró el gallinero, me dio una torta, me regaló un durazno y me sacó por el campo en «salce» para mirar las vacas y las yeguas.
De vuelta al pueblo conservé un luminoso recuerdo de aquel paseo y lloré, porque vi el puesto en que me había criado y la figura de «mamá», siempre ocupada en algún trabajo, mientras yo rondaba la cocina o pataleaba en un charco.
Dos o tres veces más vino don Fabio a buscarme y así concluyó el primer año.
Ya mis tías no hacían caso de mí, sino para llevarme a misa los Domingos y hacerme rezar de noche el rosario.
En ambos casos me encontraba en la situación de un preso entre dos vigilantes, cuyas advertencias poco a poco fueron reduciéndose a un simple coscorrón.
Durante tres años fui al colegio. No recuerdo qué causa motivó mi libertad. Un día pretendieron mis tías que no valía la pena seguir mi instrucción, y comenzaron a encargarme de mil comisiones que me hacían vivir continuamente en la calle.
En el Almacén, la Tienda, el Correo, me trataron con afecto. Conocí gente que toda me sonreía sin nada exigir de mí. Lo que llevaba yo escondido de alegría y de sentimientos cordiales, se libertó de su consuetudinario calabozo y mi verdadera naturaleza se espandió libre, borbotante, vívida.
La calle fue mi paraíso, la casa mi tortura; todo cuanto comencé a ganar en simpatías afuera, lo convertí en odio para mis tías. Me hice ladino. Ya no tenía vergüenza de entrar en el hotel a conversar con los copetudos, que se reunían a la mañana y a la tarde para una partida de tute o de truco. Me hice familiar de la peluquería, donde se oyen las noticias de más actualidad, y llegué pronto a conocer a las personas como a las cosas. No había requiebro ni guasada que no hallara un lugar en mi cabeza, de modo que fui una especie de archivo que los mayores se entretenían en revolver con algún puyazo, para oírme largar el brulote.
Supe las relaciones del comisario con la viuda Eulalia, los enredos comerciales de los Gambutti, la reputación ambigua del relojero  Porro. Instigado por el fondero Gómez, dije una vez «retarjo» al cartero Moreira que me contestó «¡guacho!», con lo cual malicié que en torno mío también existía un misterio que nadie quiso revelarme.
Pero estaba yo demasiado contento con haber conquistado en la calle simpatía y popularidad, para sufrir inquietudes de ningún género.
Fueron los tiempos mejores de mi niñez.
La indiferencia de mis tías se topaba en mi sentir con una indiferencia mayor, y la audacia que había desarrollado en mi vida de vagabundo, sirviome para mejor aguantar sus reprensiones.
Hasta llegué a escaparme de noche e ir un Domingo a las carreras, donde hubo barullo y sonaron algunos tiros sin mayor consecuencia.
Con todo esto parecíame haber tomado rango de hombre maduro y a los de mi edad llegué a tratarlos, de buena fe, como a chiquilines desabridos.
Visto que me daban fama de vivaracho, hice oficio de ello satisfaciendo con cruel inconsciencia1 de chico, la maldad de los fuertes contra los débiles.
-Andá decile algo a Juan Sosa -proponíame alguno- que está mamao, allí, en el boliche.
Cuatro o cinco curiosos que sabían la broma, se acercaban a la puerta o se sentaban en las mesas cercanas para oír.
Con la audacia que me daba el amor propio, acercábame a Sosa y dábale la mano:
-¿Cómo te va Juan?
-.................
-'ta que tranca tenés, si ya no sabés quién soy.
El borracho me miraba como a través de un siglo. Reconocíame perfectamente, pero callaba maliciando una broma.
Hinchando la voz y el cuerpo como un escuerzo, poníamele bien cerca, diciéndole:
-No ves que soy Filumena tu mujer y que si seguís chupando, esta noche, cuantito dentrés a casa bien mamao, te vi'a zampar de culo en el bañadero e los patos pa que se te pase el pedo.
Juan Sosa levantaba la mano para pegarme un bife, pero sacando coraje en las risas que oía detrás mío no me movía un ápice, diciendo por lo contrario en son de amenaza:
-No amagués Juan... no vaya a ser que se te escape la mano y rompás algún vaso. Mirá que al comisario no le gustan los envinaos y te va a hacer calentar el lomo como la vez pasada. ¿Se te ha enturbiao la memoria?
El pobre Sosa miraba al dueño del hotel, que a su vez dirigía sus ojos maliciosos hacia los que me habían mandado.
Juan le rogaba:
-Digalé pues que se vaya, patrón, a este mocoso pesao. Es capaz de hacerme perder la pacencia.
El patrón fingía enojo, apostrofándome con voz fuerte:
-A ver si te mandás mudar muchacho y dejás tranquilos a los mayores.
Afuera reclamaba yo de quien me había mandado:
-Aura dame un peso.
-¿Un peso? Te ha pasao la tranca Juan Sosa.
-No... formal, alcánzame un peso que vi'hacer una prueba.
Sonriendo mi hombre accedía esperando una  nueva payasada y a la verdad que no era mala, porque entonces tomaba yo un tono protector, diciendo a dos o tres:
-Dentremos muchachos a tomar cerveza. Yo pago.
Y sentado en el hotel de los copetudos me daba el lujo de pedir por mi propia cuenta la botella en cuestión, para convidar, mientras contaba algo recientemente aprendido sobre el alazán de Melo, la pelea del tape Burgos con Sinforiano Herrera, o la desvergüenza del gringo Culasso que había vendido por veinte pesos su hija de doce años al viejo Salomovich, dueño del prostíbulo.
Mi reputación de dicharachero y audaz iba mezclada de otros comentarios que yo ignoraba. Decía la gente que era un perdidito y que concluiría, cuando fuera hombre, viviendo de malos recursos. Esto, que a algunos los hacía mirarme con desconfianza, me puso en boga entre la muchachada de mala vida, que me llevó a los boliches convidándome con licores y sangrías a fin de hacerme perder la cabeza; pero una desconfianza natural me preservó de sus malas jugadas. Pencho me cargó  una noche en ancas y me llevó a la casa pública. Recién cuando estuve dentro me di cuenta, pero hice de tripas corazón y nadie notó mi susto.
La costumbre de ser agasajado, me hizo perder el encanto que en ello experimentaba los primeros días. Me aburría nuevamente por más que fuera al hotel, a la peluquería, a los almacenes o a la pulpería de «La Blanqueada», cuyo patrón me mimaba y donde conocía gente de pajuera: reseros, forasteros o simplemente peones de las estancias del partido.
Por suerte, en aquellos tiempos, y como tuviera ya doce años, don Fabio se mostró más que nunca mi protector viniendo a verme a menudo, ya para llevarme a la estancia, ya para hacerme algún regalo. Me dio un ponchito, me avió de ropa y hasta ¡oh maravilla!, me regaló una yunta de petizos y un recadito, para que fuera con él a caballo en nuestros paseos.
Un año duró aquello. En mi destino estaría escrito que todo bien era pasajero. Don Fabio dejó de venir seguido. De mis petizos mis tías prestaron uno al hijo del tendero -19- Festal, que yo aborrecía por orgulloso y maricón. Mi recadito fue al altillo, so pretexto de que no lo usaba.
Mi soledad se hizo mayor, porque ya la gente se había cansado algo de divertirse conmigo y yo no me afanaba tanto en entretenerla.
Mis pasos de pequeño vagabundo me llevaron hacia el río. Conocí al hijo del molinero Manzoni, al negrito Lechuza que a pesar de sus quince años, había quedado sordo de andar bajo el agua.
Aprendí a nadar. Pesqué casi todos los días, porque de ello sacaba luego provecho.
Gradualmente mis recuerdos habíanme llevado a los momentos entonces presentes. Volví a pensar en lo hermoso que sería irse, pero esa misma idea se desvanecía en la tarde, en cuyo silencio el crepúsculo comenzaba a suspender sus primeras sombras.
El barro de las orillas y las barrancas habíanse vuelto de color violeta. Las toscas costeras exhalaban como un resplandor de metal. Las aguas del río hiciéronse frías a mis ojos y los reflejos de las cosas en la superficie serenada, tenían más color que las cosas mismas.  El cielo se alejaba. Mudábanse los tintes áureos de las nubes en rojos, los rojos en pardos.
Junto a mí, tomé mi sarta de bagresitos «duros pa morir», que aún coleaban en la desesperación de su asfixia lenta, y envolviendo el hilo de mi aparejo en la caña, clavando el anzuelo en el corcho, dirigí mi andar hacia el pueblo en el que comenzaban a titilar las primeras luces.
Sobre el tendido caserío bajo, la noche iba dando importancia al viejo campanario de la Iglesia.

Arriba Abajo- II -
Sin apuros, la caña de pescar al hombro, zarandeando irreverentemente mis pequeñas víctimas, me dirigí al pueblo. La calle estaba aún anegada por un reciente aguacero y tenía yo que caminar cautelosamente, para no sumirme en el barro que se adhería con tenacidad a mis alpargatas, amenazando dejarme descalzo.
Sin pensamientos seguí la pequeña huella que, vecina a los cercos de cinacina, espinillo o tuna, iba buscando las lomitas como las liebres para correr por lo parejo.
El callejón, delante mío, se tendía oscuro. El cielo, aún zarco de crepúsculo, reflejábase en los charcos de forma irregular o en el agua guardada por las profundas huellas de alguna -22- carreta, en cuyo surco tomaba aspecto de acero cuidadosamente recortado.
Había ya entrado al área de las quintas, en las cuales la hora iba despertando la desconfianza de los perros. Un incontenible temor me bailaba en las piernas, cuando oía cerca el gruñido de algún mastín peligroso; pero sin equivocaciones decía yo los nombres: Centinela, Capitán, Alvertido. Cuando algún cuzco irrumpía en tan apurado como inofensivo griterío, mirábalo con un desprecio que solía llegar al cascotazo.
Pasé al lado del cementerio y un conocido resquemor me castigó la médula, irradiando su pálido escalofrío hasta mis pantorrillas y antebrazos. Los muertos, las luces malas, las ánimas, me atemorizaban ciertamente más que los malos encuentros posibles en aquellos parajes. ¿Qué podía esperar de mí el más exigente bandido? Yo conocía de cerca las caras más taimadas y aquel que por inadvertencia me atajara, hubiese conseguido cuanto más que le sustrajera un cigarrillo.
El callejón habíase hecho calle, las quintas manzanas; y los cercos de paraísos, como los tapiales, no tenían para mí secretos. Aquí había alfalfa, allá un cuadro de maíz, un corralón o simplemente malezas. A poca distancia divisé los primeros ranchos, míseramente silenciosos y alumbrados por la endeble luz de velas y lámparas de apestoso kerosén.
Al cruzar una calle espanté desprevenidamente un caballo, cuyo tranco me había parecido más lejano y como el miedo es contagioso, aun de bestia a hombre, quedeme clavado en el barrial sin animarme a seguir. El jinete, que me pareció enorme bajo su poncho claro, reboleó la lonja del rebenque contra el ojo izquierdo de su redomón, pero como intentara yo dar un paso el animal asustado bufó como una mula, abriéndose en larga tendida. Un charco bajo sus patas se despedazó chillando como un vidrio roto. Oí una voz aguda decir con calma:
-Vamos pingo... Vamos, vamos pingo...
Luego el trote y el galope chapalearon en el barro chirle.
Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber  visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser; algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río.
Con mi visión dentro, alcancé las primeras veredas sobre las cuales mis pasos pudieron apurarse. Más fuerte que nunca vino a mí el deseo de irme para siempre del pueblito mezquino. Entreveía una vida nueva hecha de movimiento y espacio.
Absorto por mis cavilaciones crucé el pueblo, salí a la oscuridad de otro callejón, me detuve en «La Blanqueada».
Para vencer el encandilamiento fruncí como jareta los ojos al entrar al boliche. Detrás del mostrador estaba el patrón, como de costumbre, y de pie, frente a él, el tape Burgos concluía una caña.
-Güenas tardes, señores.
-Güenas -respondió apenas Burgos.
-¿Qué trais? -inquirió el patrón.
-Ahí tiene don Pedro -dije mostrando mi sarta de bagresitos.
-Muy bien. ¿Querés un pedazo de mazacote?
-No, don Pedro.
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-¿Unos paquetes de La Popular?
-No, don Pedro... ¿Se acuerda de la última platita que me dio?
-Sí.
-Era redonda.
-Y la has hecho correr.
-Ahá.
-Güeno... ahí tenés -concluyó el hombre, haciendo sonar sobre el mostrador unas monedas de níquel.
-¿Vah'a pagar la copa? -sonrió el tape Burgos.
-En la pulpería'e Las Ganas -respondí contando mi capital.
-¿Hay algo nuevo en el pueblo? -preguntó don Pedro, a quien solía yo servir de noticiero.
-Sí, señor... un pajuerano.
-¿Ande lo has visto?
-Lo topé en una encrucijada, volviendo'el río.
-¿Y no sabés quién es?
-Sé que no es de aquí... no hay ningún hombre tan grande en el pueblo.
Don Pedro frunció las cejas como si se concentrara en un recuerdo.
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-Decime... ¿es muy moreno?
-Me pareció... sí, señor... y muy juerte.
Como hablando de algo extraordinario el pulpero murmuró para sí:
-Quién sabe si no es don Segundo Sombra.
-Él es -dije, sin saber por qué, sintiendo la misma emoción que, al anocher, me había mantenido inmóvil ante la estampa significativa de aquel gaucho, perfilado en negro sobre el horizonte.
-¿Lo conocés vos? -preguntó don Pedro al tape Burgos, sin hacer caso de mi exclamación.
-De mentas no más. No ha de ser tan fiero el diablo como lo pintan ¿quiere darme otra caña?
-¡Hum! -prosiguió don Pedro- yo lo he visto más de una vez. Sabía venir por acá a hacer la tarde. No ha de ser de arriar con las riendas. Él es de San Pedro. Dicen que tuvo en otros tiempos una mala partida con la policía.
-Carnearía un ajeno.
-Sí, pero me parece que el ajeno era cristiano.
El tape Burgos quedó impávido mirando su  copa. Un gesto de disgusto se arrugaba en su frente angosta de pampa, como si aquella reputación de hombre valiente menoscabara la suya de cuchillero.
Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta de don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta.
-Güenas tardes -dijo la voz aguda, fácil de reconocer.
-¿Cómo le va don Pedro?
-Bien ¿y usté don Segundo?
-Viviendo sin demasiadas penas graciah'a Dios.
Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo.
El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón de peludo. Su tez era aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas.
Su indumentaria era de gaucho pobre. Un simple chanchero rodeaba su cintura. La blusa corta se levantaba un poco sobre un «cabo de güeso», del cual pendía el rebenque tosco y ennegrecido por el uso. El chiripá era largo, talar, y un simple pañuelo negro se anudaba en torno a su cuello, con las puntas divididas sobre el hombro. Las alpargatas tenían sobre el empeine un tajo para contener el pie carnudo.
Cuando lo hube mirado suficientemente, atendí a la conversación. Don Segundo buscaba trabajo y el pulpero le daba datos seguros, pues su continuo trato con gente de campo, hacía que supiera cuanto acontecía en las estancias.
...en lo de Galván hay unas yeguas pa domar. Días pasaos estuvo aquí Valerio y me preguntó si conocía algún hombre del oficio que le pudiera recomendar, porque él tenía  muchos animales que atender. Yo le hablé del Mosco Pereira, pero si a usted le conviene...
-Me está pareciendo que sí.
-Güeno. Yo le avisaré al muchacho que viene todos los días al pueblo a hacer encargos. Él sabe pasar por acá.
-Más me gusta que no diga nada. Si puedo iré yo mesmo a la estancia.
-Arreglao. ¿No quiere servirse de algo?
-Güeno -dijo don Segundo, sentándose en una mesa cercana- eche una sangría y gracias por el convite.
Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar. El tape Burgos se servía una cuarta caña. Sus ojos estaban lacrimosos, su faz impávida. De pronto me dijo, sin aparente motivo:
-Si yo juera pescador como vos, me gustaría sacar un bagre barroso bien grandote.
Una risa estúpida y falsa subrayó su decir, mientras de reojo miraba a don Segundo.
-Parecen malos -agregó-, porque colean y hacen mucha bulla; pero ¡qué malos han de ser si no son más que negros!
Don Pedro lo miró con desconfianza. Tanto él como yo conocíamos al tape Burgos, sabiendo que no había nada que hacer cuando una racha agresiva se apoderaba de él.
De los cuatro presentes sólo don Segundo no entendía la alusión, conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer una prueba u ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro silencio.
-Un barroso grandote -repitió el borracho-, un barroso grandote... ¡ahá! aunque tenga barba y ande en dos patas como los cristianos... En San Pedro cuentan que hay muchos d'esos ochos; por eso dice el refrán:

San Pedrino
el que no es mulato es chino.

Dos veces oímos repetir el versito por una voz cada vez más pastosa y burlona.
Don Segundo levantó el rostro y como si recién se apercibiera de que a él se  dirigían los decires del tape Burgos comentó tranquilo:
-Vea amigo... vi'a tener que creer que me está provocando.
Tan insólita exclamación, acompañada de una mueca de sorpresa, nos hizo sonreír a pesar del mal cariz que tomaba el diálogo. El borracho mismo se sintió un tanto desconcertado, pero volvió a su aplomo, diciendo:
-¿Ahá? Yo creiba que estaba hablando con sordos.
¡Qué han de ser sordos los bares con tanta oreja! Yo, eso sí, soy un hombre muy ocupao y por eso no lo puedo atender ahora. Cuando me quiera peliar, avíseme siquiera con unos tres días de anticipación.
No pudimos contener la risa, malgrado el asombro que nos causaba esa tranquilidad que llegaba a la inconsciencia. De golpe el forastero volvió a crecer en mi imaginación. Era el «tapao», el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante.
El tape Burgos pagó sus cañas, murmurando amenazas.
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Tras él corrí hasta la puerta, notando que quedaba agazapado entre las sombras. Don Segundo se preparó para salir a su vez y se despidió de don Pedro, cuya palidez delataba sus aprehensiones. Temiendo que el matón asesinara al hombre que tenía ya toda mi simpatía, hice como si hablara al patrón para advertir a don Segundo:
-Cuídese.
Luego me senté en el umbral, esperando, con el corazón que se me salía por la boca, el fin de la inevitable pelea.
Don Segundo se detuvo un momento en la puerta, mirando a diferentes partes. Comprendí que estaba habituando sus ojos a lo más oscuro, para no ser sorprendido. Después se dirigió hacia su caballo caminando junto a la pared.
El tape Burgos salió de entre la sombra y creyendo asegurar a su hombre, tirole una puñalada firme, a partirle el corazón. Yo vi la hoja cortar la noche como un fogonazo.
Don Segundo, con una rapidez inaudita, quitó el cuerpo y el facón se quebró entre los ladrillos del muro con nota de cencerro.
El tape Burgos dio para atrás dos pasos y esperó de frente el encontronazo decisivo.
En el puño de don Segundo relucía la hoja triangular de una pequeña cuchilla. Pero el ataque esperado no se produjo. Don Segundo, cuya serenidad no se sabía alterado, se agachó, recogió los pedazos de acero roto y con su voz irónica dijo:
-Tome amigo y hágala componer, que así tal vez no le sirva ni pa carniar borregos.
Como el agresor conservara la distancia, don Segundo guardó su cuchillita y, estirando la mano, volvió a ofrecer los retazos del facón:
-¡Agarre, amigo!
Dominado el matón se acercó, baja la cabeza, en el puño bruñido y torpe la empuñadura del arma, inofensiva como una cruz rota.
Don Segundo se encogió de hombros y fue hacia su redomón. El tape Burgos lo seguía.
Ya a caballo, el forastero iba a irse hacia la noche; el borracho se aproximó, pareciendo por fin haber recuperado el don de hablar:
-Oiga, paisano -dijo levantando el rostro hosco, en que sólo vivían los ojos-. Yo vi'a  hacer componer este facón pa cuando usted me necesite.
En su pensamiento de matón no creía poder más, como gesto de gratitud, que el ofrecer así su vida o la de otro.
-Aura deme la mano.
-¡Cómo no! -concedió don Segundo, con la misma impasibilidad con que hoy aceptaba el reto-. Ahí tiene, amigo.
Y sin más ceremonia se fue por el callejón, dejando allí al hombre que parecía como luchar con una idea demasiado grande y clara para él.
Al lado de don Segundo, que mantenía su redomón al tranco, iba yo caminando a grandes pasos.
-¿Lo conocés a este mozo? -me preguntó terciando el poncho con amplio ademán de holgura.
-Sí, señor. Lo conozco mucho.
-Parece medio pavote ¿no?

























Cada cual vivía para sí y mi alegría de pronto se hizo grave, contenida. Un extraño nos hubiese creído apesadumbrados por una desgracia.
No pudiendo hablar, observé.
Todos me parecían más grandes, más robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte.
Sus ropas no eran las del día anterior; más rústica, más práctica, cada prenda de sus indumentarias decía los movimientos venideros.
Me dominó la rudeza de aquellos tipos callados y, no sé si por timidez o por respeto, dejé caer la barbilla sobre el pecho, encerrando así mi emoción.
Afuera los caballos relinchaban.
Don Segundo se puso en pie, salió un momento, volvió con un par de riendas tiocas y fuertes.
-Traime un poco de sebo, muchacho.
Lentamente untó el cuero grueso con la pasta, que a las tres pasadas perdió su blancura.
Valerio acomodó una poca ropa en su poncho, que ató en torno a su cintura, sobre el tirador.
Pedro Barrales se asomó hacia la noche, dio un sonoro rebencazo en un banco y dijo con mueca de resignación:
-Me parece que a medio día, el sol nos va a hacer hervir los caracuces.
De un movimiento coincidente salimos sin necesidad de ser mandados. Las espuelas resonaron en coro, trazando en el suelo sus puntos suspensivos. La noche empezaba a desmayarse.
En el palenque tomamos cada cual su caballo y salimos tranqueando por la playa.
-Goyo -dijo Valerio- andá sacando los caballos... nosotros vamoh'a buscar la tropa... Vos, muchacho, seguilo a Goyo. Ya es güeno que nos movamos.
Por primera vez el capataz daba una orden y esto era como un paréntesis abierto para el arreo.
Valerio, Horacio y Barrales galoparon hacia un potrero cercano, en que se veía confusamente -77- el bulto de los novillos echados. Goyo y yo abrimos la tranquera del corral, dejando salir las tropillas que pronto hicieron familia, cada cual con su madrina, cuyo cencerro les sirve de voluntad.
-Abriles la puerta del potrero grande y quedate adelante pa que no disparen.
Había empezado mi trabajo y con él un gran orgullo: orgullo de dar cumplimiento al más macho de los oficios.
Primero tuve que espolear mi petizo y correr de un punto a otro, para sujetar los ímpetus libertarios de las tropillas, pero muy pronto las madrinas baquianas comprendieron, tomando sometidamente el camino. Marchando bien las madrinas, podía reírme de las rebeldías de los más briosos, que un silbido y un «vuelva pingo» cortaba de cuajo. Tranquilo marché, sabiéndome seguido.
De la playa venían los gritos y el ruido de la tropa en marcha; rumor de guerra con sus tambores, sus órdenes, sus quejidos, carreras, choques y revolcones. Aquello se acercaba, aumentando en tamaño y pronto distinguimos un pesado entrevero de colores y formas en la luz naciente.
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Fuese calmando la tropa hasta formar una sola masa de movimiento, de la cual yo era el principio tallado en punta.
En mi aislamiento y mientras el amanecer iba haciendo su obra, me sentí de pronto triste. ¿Por qué? Tal vez fuera un detalle del oficio. Hoy en la cocina, antes de la partida, no había oído ninguna risa, sorprendiéndome, por el contrario, la seriedad de las expresiones. ¿Sería porque dejaban algo detrás suyo? ¿Sería un pasajero momento de duda al iniciar la tarea, en que corrían el albur de no volver más a sus pagos, a sus familias? No conociendo lo que era extrañar la querencia, explicábame a medias los sentimientos nostálgicos. ¿Sería, entonces, por las chinas y los guachitos? ¿Y qué tenía yo que ver con eso? Una carita olvidada en el trajín de mi partida, se presentó nítida a mis ojos. Aurora.
Aurora, pensé, ¿qué tenía que ver conmigo sino el compartimiento de un juego, sin mayor pasión, dada nuestra rudimentaria sensualidad?
Sin embargo, la imagen no retrocedió ante mi pensamiento. ¿En qué andaría a esas horas? ¿No estaría triste, a pesar de la sonrisa -79- con que me había despedido la noche antes, en el maizal?
Idear una expresión de llanto en su pequeño rostro hecho de alegría, me echó en un repentino enternecimiento.
«Chinita», dije casi fuerte, y mordí la manijera del rebenque mirando hacia adelante, para abstraerme en otra cosa.
El día se iba preparando hacia el Este con vibración potente. Mi petizo escarceaba seguido como llamando la madrugada. Ya un pájaro tendía el vuelo sobre la llanura.
Los recuerdos de mis últimas dos horas en la estancia, parecían empaparse de finura y lejanía.
Al día siguiente de mi primer encuentro con Aurora, había ido a hacer efectiva mi compra, y de vuelta la encontré en el mismo lugar, pero esa vez hosca.
-Güenas tardes.
-Güenas.
-¿Estah'enojada?
-No he de estar. Anoche por culpa tuya, he perdido una sortija entre el maíz y mamá me ha pegao una paliza.
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-¿Querés que la busque? -pregunté, no sin malicia.
-¿Te acordás donde jue?
-Como no me via acordar, preciosa.
-Sonso.
Después, juntos habíamos buscado la pequeña joya y habíamos encontrado nuestros juegos.
Esa tarde no me había reñido, y al apartarnos, no fui yo quien dijo:
-Mañana te espero.
Pobre chinita, aquel mañana había sido nuestro último encuentro.
Distrájome de mis pensamientos la cruzada del río. Volvió a formarse el remolino y el griterío osciló la tropa asustada, hasta que los primeros novillos se echaron al agua. Llenose de espuma, de risas y roturas, la corriente arisca; salimos a la otra orilla con las cinchas goteando y alguno que otro salpicón en las bombachas.
Sobre la tierra, de pronto oscurecida, asomó un sol enorme y sentí que era yo un hombre gozoso de vida. Un hombre que tenía en sí una voluntad, los haberes necesarios del buen gaucho y hasta una chinita querendona que llorara su partida.



Arriba Abajo- VII -
Con la salida del sol, vino el fresco que nos trajo una alegría ávida de traducirse en movimiento. Dejando el río a nuestras espaldas, cruzamos la rinconada de un potrero para entrar, por una tranquera, al callejón.
En aquel camino, que corría entre sus alambrados como un arroyo entre sus barrancas, el andar de la tropa se hizo tranquilo y el peligro de un desbande más remoto.
Sujetando mi petizo, me coloqué a una orilla y esperé la llegada de Goyo, para dar expansión a mi estado comunicativo.
-Si querés, volvete p'atrás -me dijo.
-Güeno.
Sin moverme, dejé pasar la tropa. Los novillos caminaban con pausa y sin cansancio. -82- Unos pocos balaban, mirando hacia la estancia. De vez en cuando, una cornada producía un hueco de algunos metros que volvía a rellenarse, y la marcha seguía pausada, sin cansancio. Al enfrentarme, las bestias hacían una curva a distancia, observándome desconfiadamente. Muchos se detenían, las narices levantadas, olfateando con curiosidad.
Absorto en el movimiento de las paletas fuertes y el cabeceo rítmico, esperé a los troperos. El sol matinal, pegando de soslayo en aquellos cuerpos, dorábales el perfil de un trazo angosto y las sombras se estiraban sobre el campo, en desmesurada parodia.
Pronto me vi envuelto en un asalto de bromas.
-'Stan muy amontonaos pa contarlos -reía Pedro Barrales.
-No, si está eligiendo la res pa ponerle el lazo -contestábale Horacio.
-¡Mozo! -gritó Valerio- si se me hace que ya lo veo atravesao sobre del recao y con las nalgas p'arriba pa que lah'alivee el fresco.
-Me están boliando parao, -retruqué- dejenmé siquiera que corra un poco.
-83-
La conversación se hacía a gritos, mientras, uno de aquí, otro de allá, menudeábamos porrazos a los rezagados que marcaban un intento de escapar para la querencia.
-Vez pasada -contó Pedro- cuando juimos de viaje pa Las Heras, ¿te acordah'Oracio?, lo llevábamos de bisoño a Venero Luna. Hubieran visto la bulla que metía este cristiano. Puro floriarse entre el animalaje. Tenía una garganta como trompa'e línea y dele pacá, dele payá, les gritaba: «Ajuera guay, ajuera guay». Pero, cuando llevábamos cinco días de arreo, al hombre se le jueron bajando los humos. A la llegada, ya casi ni se movía. «Era ey, era ey», decía como si estuviese rezando y estaba de flaco y sumido que me daban ganas de atarlo a los tientos.
-Sí -acentuaba gravemente Valerio-, pa empezar, toditos somos güenos.
Y quedaron, un momento, saboreando aquella gloria de sus cuerpos resistentes. ¿Qué nuchacho no ha probado el oficio? Sin embargo, no abundaban los hombres siempre dispuestos a emprender las duras marchas, tanto en invierno como en verano, sufriendo sin -84- quejas ni desmayos la brutalidad del sol, la mojadura de las lluvias, el frío tajeante de las heladas y las cobardías del cansancio.
Asaltado de dudas, repetí el decir de Valerio: «Pa empezar, toditos somos güenos». ¿Me vería yo vencido después de mi primer ensayo? Eso sólo podría decirlo el futuro; por el momento, lejos de arredrarme sentí un gran coraje, y tuve la certeza de que me había de romper el alma, antes que ceder a las fatigas o esquivar algún peligro del arreo.
Tan valiente me juzgué que resolví ensillar, en la primer parada, mi petizo potro y así demostrarme a mí mismo la decisión de tomar las cosas de frente. La mañana invita con su ejemplo, a una confianza en un inmediato más alto y yo obedecía tal vez a aquella sugestión.
Mientras iba afirmándome en mi resolución, vi que llegábamos a un boliche. Era una sola casa de forma alargada. A la derecha, estaba el despacho, pieza abierta amueblada con un par de bancos largos, en los que nos sentamos como golondrinas en un alambre. El pulpero alcanzaba las bebidas por entre una reja de hierro grueso, que lo enjaulaba en su vaso -85- aposento, revestido de estanterías embanderalas de botellas, frascos y tarros de toda laya.
El suelo estaba poblado de cuartos de yerba, damajuanas de vino, barriles de diversas formas, cojinillos, matras, bastos, lazos, y otros artículos usuales. Entre aquel cúmulo de bultos, el pulpero se había hecho un camino, como la hacienda hace una huella, y por el angosto espacio iba y volvía trayendo las copas, el tabaco, la yerba o las prendas de ensillar.
Frente al despacho había un par de columnas de material, sujetando una enramada que unía el abrigo de la casa al de un patio de paraísos nudosos. Más lejos se veía la cancha de taba.
Delante de la pulpería, el callejón se agrandaba en amplia bolsa, cosa que volvía fácil el cuidado de las tropas.
A eso de las ocho echamos pie a tierra para reponernos con algún alimento.
Empezaba ya a hacer calor y traíamos una lasitud de hambre, pues estábamos en movimiento desde hacía cinco horas con sólo unas mates en el buche.
Horacio y Goyo acomodaron un fogón y prepararon el churrasco. Los demás entraron al despacho, saludaron al pulpero conocido en -86- otros viajes, y pidieron éste una ginebra, aquel un carabanchel.
-¿Qué vah'a tomar? -me preguntó don Segundo.
-Una caña'e durazno.
-Te vah'a desollar el garguero.
-Deje no más, Don.
En silencio, vaciamos nuestras copas.
Por turno, un rato más tarde «tumbiamos» y yo me eché otra caña al cuerpo.
Repuestos y alegres nos preparamos a seguir viaje. Don Segundo y Valerio mudaron caballo. Valerio ensilló un colorado gargantilla que todos lo codiciaban por su pinta vivaracha, la finura de sus patas y manos.
-¡Qué pingo pa una corrida'e sortija! -decía Pedro Barrales.
-Medio desabordinao no más -comentó Valerio- y capaz de hacerme una travesura cuando lo toque con lah'espuelas.
-Algún día tiene que aprender.
Así como hubo concluido de subirlo y lo tocara con las espuelas, vio Valerio que no había errado. El gargantilla se alzó «como leche hervida».
Valerio, de cuerpo pequeño y ágil, seguía a -87- maravilla los lazos de una «bellaqueada», sabia en vueltas, sentadas, abalanzos y cimbrones. Su poncho acompasaba el hermoso enojo del bruto, que en cada corcovo lucía la esbeltez de un salto de dorado. Sus ijares se encogían temblorosos de vigor. Su cabeza rayaba casi el suelo en signos negativos y su lomo, encorvado, sostenía muy arriba la sonriente dominación del jinete.
Al fin, la mano diestra puso fin a la lucha y Valerio rió jadeante.
-¿No les dije?
-¡Hm! -comentó Pedro- no es güeno darle mucha soga.
-Si lo dejo, de seguro se me hace bellaco.
-Sería pecao... un pingo tan parejo.
Enardecido por el espectáculo, alentado por las dos cañas que me bailaban en la cabeza, recordé mi proyecto de hacía un rato.
-¿Quién me da una manito pa ensillar mi potrillo?
-¿Pa qué?
-Pa subirlo.
-Te vah'acer trillar.
-No le hace.
-88-
-Yo te ayudo -dijo Horacio- aunque no sea más que por tomar café esta noche en el velorio.
Con risas y al compás de dicharachos agarraron y ensillaron mi petizo, más pronto de lo que era menester para que yo pensara en mi temeridad. Horacio tomó al potrillo de la oreja, le dio unos zamarreones.
-Cuando querrah'ermano.
Con sigilo me acerqué, puse el pie en el estribo y «bolié la pierna», tratando de no despertar demasiado pronto las cosquillas del cabrunito.
Las bromas me ponían nervioso. ¿Para dónde iría a salir el petizo? ¿Cómo prevendría yo el primer movimiento?
Había que concluir de una vez y, tomando mi coraje a dos manos, después de haberme acomodado del modo que juzgué más eficiente, di la voz de mando.
-¡Larguelón no más!
El petizo no se movió. Por mi parte, no veía muy claro. Delante mío adivinaba un cogote flacucho, ridículo, un poco torcido. Al mismo tiempo noté que mis manos sudaban y tuve miedo de no poderme afirmar en las riendas.
-¿Pa cuándo? -preguntó detrás mío -89- una voz que no supe a quién atribuir.
Como una vergüenza, peor que un golpe, sentí el ridículo de mi espera y al azar solté por la cabeza del petizo un rebencazo. Experimenté un doloroso tirón en las rodillas y desapareció para mí toda noción de equilibrio. Para mal de mis pecados eché el cuerpo hacia adelante y el segundo corcovo me fue anunciado por un golpe seco en las asentaderas, que se prolongó al cuerpo en desconcertante sacudimiento. Abrí grandes los ojos previendo la caída, y echeme esta vez para atrás, pues había visto el camino subir hacia mí, no encontrando ya con la mirada ni el cogote ni la cabeza del petizo.
Otra y otra vez se repitieron los cimbronazos, que parecían quererme despegar los huesos, pero sintiendo las rodillas firmes y alentado por un «¡aura!» de mis compañeros, volví a dar un rebencazo a mi potro. Más y más sacudones se siguieron con apuro. Me parecía que ya iban cien y las piernas se me acalambraban. Una rodilla se me zafó de la grupa; me juzgué perdido. El recado desapareció debajo mío. Desesperadamente, viéndome  suspenso en el vacío, tiré un manotón sin rumbo. El golpe me castigó el hombro y la cadera con una violencia que me hizo perder los sentidos. A duras penas, empero, alcancé a ponerme de pie.
-¿Te has lastimao? -me preguntó Valerio, que no se apartó de al lado mío durante mi mala jineteada.
-Nada, hermano, no me he hecho nada -respondí, olvidando la deferencia que debía a mi capataz.
A unos treinta metros, don Segundo había puesto el lazo al fugitivo y corrí en su dirección.
-¡Ténganmelo!
-¿Pa llorarlo luego al finadito? -rió Goyo.
-No, formal, ténganmelo esa maula que lo vi a hacer sonar a azotes.
-Déjelo pa mañana -me ordenó sin bromas Valerio- mire que tenemos que marchar y el trabajo no es divirsión.
-Me parece -dijo don Segundo- que si éste no se sosiega, lo vamoh'a tener que mandar pa la jaula'e las tías.
Horacio me trajo embozalado al petizo de Festal chico.

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Ricardo Güiraldes



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