Pero el hombre no hizo ningún ademán para atraerla: la mano que se había levantado en su defensa no se extendió en busca de un acercamiento.
Además la frase era categórica: él quería que ella fuera pura y aceptara la soledad.
Sólo en la soledad se forja la pureza. Ella alzó los ojos e interrogó en silencio al profeta venido de Nazareth que acababa de salvarle la vida.

El parecía contemplarla, pero ella no tardó en comprender que ni siquiera la veía, que miraba a través de su cuerpo hacia lo lejos, lo invisible.
Todo en él impedía las exaltaciones, hasta la gratitud. No daba ni pedía ternura: sólo bondad.
No, algo más fuerte: justicia.
La mujer adúltera bajó entonces nuevamente la vista y ordenó a sus piernas que no la traicionaran, que la condujeran lejos de sus verdugos frustrados y de su salvador que ya parecía llamado por otra misión más alta que la de consolar a una mujer débil, esclava de la carne.
Cuando salió del templo y atravesó el patio populoso, algunos insultos rechinaron en sus oídos, algunas risitas tímidas se desgranaron, pero lo cierto es que la gente ya domada se hizo a un lado para dejarla pasar. Algunas piedras recogidas para su lapidación rodaron a sus pies con un ruido sordo.
Manos ya indiferentes las dejaban caer; todos preferían desentenderse de ella y de ese defensor de los humildes con el cual era mejor no tener líos....Silvina Bullrich

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