sábado, 19 de mayo de 2018

Pedagogía política durante la Revolución: Buenos Aires, 1810-1812, por María Alejandra Fernández

A partir de mayo de 1810, la dirigencia revolucionaria desplegó diferentes recursos para hacerse obedecer, legitimarse y para difundir e inculcar los nuevos valores patrióticos. La distribución de premios y castigos fue una pieza clave en esta estrategia por la potente elocuencia que ambos tenían y por el sentido ejemplificador que se podía derivar de ellos. A pesar de las numerosas referencias a los distintos ámbitos, actores y vehículos para la transmisión de mensajes políticos –como la prensa, los sermones, los cuarteles, las pulperías, la simbología y festividades patrias–, la historiografía no ha prestado la misma atención a la pedagogía política que podía desplegarse a través de las circunstancias y rituales que rodeaban a la muerte. En esta línea, consideramos que el cruce entre muerte y política ofrece un punto de observación privilegiado ya que, por un lado, tempranamente se inicia el proceso de construcción político-cultural de la figura de la muerte heroica y, por otro, el nuevo poder conjura las amenazas que se ciernen sobre su futuro, persiguiendo y castigando a los contrarrevolucionarios.

El momento revolucionario conlleva un trastocamiento de las jerar­quías políticas y sociales coloniales e introduce algunas aristas novedosas en relación con las formas de matar y de morir. En este sentido, la Revolución de Mayo no es una excepción en el contexto occidental. Si bien no innova en las formas de matar –como lo había hecho la Revolución Francesa–, se arroga el atributo de aplicar con rigor el escarmiento a los contrarrevo­lucionarios y, al hacerlo, despliega un recurso pedagógico clásico basado en el terror ejemplificador, que trasciende al castigo y se extiende hasta las formas de ocultar o de exhibir los cuerpos y a las disposiciones para el tratamiento de los restos. Paralelamente, otra dimensión de la pedagogía a través de la muerte se despliega exaltando el valor militar, el ardor guerrero y dotando de atributos heroicos a la muerte de los caídos en el campo de batalla defendiendo el futuro de la revolución. El momento revolucionario es, entonces, un momento también de reflexión sobre el significado de la buena y la mala muerte, en el sentido de las concepciones culturales acerca del buen o el mal morir, vinculadas no sólo a las condiciones concretas de la muerte, sino también a los rituales fúnebres que se estimaban merecidos y esperables.

Para abordar el problema del castigo analizaremos dos momentos claves: las ejecuciones de Cabeza de Tigre en 1810 y la conspiración de los españoles de 1812. Estos episodios, que presentan similitudes y diferencias significativas –entre estas últimas el grado de aceptación política y social, que no podía darse por descontado en relación con los fusilamientos de 1810–, tuvieron una importancia central debido al impacto político y al grado de poder, status, prestigio y popularidad que habían tenido los principales individuos involucrados. En el primer caso, se trataba de Santiago de Liniers, que había sido no sólo virrey sino el reconocido héroe de la Reconquista; en el segundo, de Martín de Álzaga, uno de los comerciantes más ricos y poderosos, destacado miembro del Cabildo y también con una activa participación en la defensa de la ciudad en el marco de las invasiones inglesas de 1806 y 1807. (…)

Formas de matar y formas de morir
La guerra revolucionaria introduce algunos ribetes novedosos en las apreciaciones culturales acerca de la buena y la mala muerte, pues impone una nueva forma de morir en el Río de la Plata que honra a los caídos: morir por la Patria o por la causa americana. En este sentido, la novedad no reside tanto en la glorificación de quienes cayeron en el fragor de la batalla, ya que ésta se inserta en una larga tradición y se registran antecedentes significativos de reconocimiento a los que perdieron la vida en el marco de las invasiones inglesas –defendiendo a la ciudad y a la corona–, sino que el quiebre reside en la nueva causa que inspira y motiva el sacrificio, así como en la redefinición de la noción de Patria que inaugura.

A través de diferentes recursos, como la prensa, el púlpito, la poesía patriótica, las marchas, las ceremonias, las distinciones o las honras fúnebres, la Junta exaltaba sistemáticamente el valor militar y desplegaba una pedagogía acerca del buen morir, centrada en la construcción de la muerte heroica. Es así que, desde La Gaceta –medio de difusión y propaganda política de las autoridades revolucionarias–, con notable frecuencia se interpelaba a “el joven que se dedique a la honrosa carrera de las armas, por sentir en su corazón aquellos afectos varoniles, que son los introductores al camino del heroísmo” y se estimulaba a los soldados a ingresar al olimpo del honor, donde se verían colmados de “triunfos y glorias inmortales”.1 Del mismo modo, se difundían decisiones claves que establecían que las virtudes guerreras serían el nuevo camino para acceder a las distinciones, los honores, y las dignidades.

Paralelamente, un centenar y medio de piezas poéticas fueron escritas en la primera década revolucionaria y, mientras algunas surgieron de manera puramente espontánea, otras fueron encargadas por las autoridades, que naturalmente advertían su importancia como vehículo transmisor de los nuevos valores políticos.2 En estas obras se evidencian también abrumadoras referencias al ardor guerrero y a la realidad de la muerte acechando en el duro campo de batalla, una muerte que al estar dotada de atributos heroicos –la justicia de la lucha, el sacrificio por la causa y el honor mostrado en la caída–, permitía convertirlo en el campo de la gloria, asegurando así una memoria insigne a los caídos. Como rezaba el mausoleo construido por el Cabildo en 1812 para honrar a los muertos por la Patria: “A los que mueren dando ejemplo, no es sepulcro el sepulcro sino templo”.3 (…)

El rechazo a la revolución en Córdoba
En los primeros días posteriores a mayo de 1810, la causa revolucionaria iniciada en la capital virreinal tuvo que enfrentarse con la crítica incerti­dumbre acerca de si la Junta obtendría respaldo en el resto del territorio. Rápidamente se pudo apreciar que el desafío era importante, porque los principales focos de oposición estuvieron en Montevideo, Paraguay, Córdoba y el Alto Perú. En el caso de Córdoba, el Gobernador-intendente Gutiérrez de la Concha, el Obispo Orellana, el jefe de las milicias locales y el ex virrey Liniers, desconocieron a la Junta porteña y el cabildo juró lealtad al Consejo de Regencia. Las fuerzas de Buenos Aires –encabezadas por Ortiz de Ocampo– lograron finalmente controlar el desafío: los jefes de la conspiración fueron apresados y el 26 de agosto fusilados. Así, en Cabeza de Tigre la Junta no sólo sofocaba el principal foco de resistencia, sino que acababa con una figura que podía concitar adhesión popular a la Regencia (Fradkin y Garavaglia, 2009: 228). (…)

El tratamiento del tema en La Gaceta comienza con una circular de la Junta a todos los cabildos, donde se señala que se ha tomado conocimiento del complot en Córdoba, que por medio de una “seducción criminal” se aspiraba a provocar la división entre la capital y los demás pueblos, desconociendo los legítimos principios en los que descansaba el nuevo sistema y buscando –en consecuencia– la guerra y la ruina de la población. El escrito introduce también la primer referencia al escarmiento: “La Junta cuenta con recursos efectivos, para hacer entrar en sus deberes a los díscolos que pretendan la división de estos pueblos […]: los perseguirá y hará un castigo ejemplar, que escarmiente y aterre a los malvados”.4 (…)

El momento de la muerte posibilita, en general, la realización del balance de una vida, presupone la lectura retrospectiva de una historia perso­nal y –por ende– en algún punto, da pie a la construcción de una biografía. En este sentido, el texto de La Gaceta refleja también una clara intención de reescribir la biografía de Liniers: no hay ningún reconocimiento a su figura ni a sus méritos pasados, más bien hay un intento de despojarlo de esa gloria –por ser en algún punto inmerecida– y ofrecer a cambio una relectura de esa historia, señalando que la victoria frente a las invasiones in­glesas se debió fundamentalmente al pueblo de Buenos Aires. No se le re­conoce tampoco valor frente a las fuerzas militares enviadas por la Junta, ya que huyera “vergonzosamente” ante la llegada del ejército. Es evidente que esta operación narrativa apunta a desmerecer a esta figura –arrebatándole protagonismo en la proeza militar y atribuyéndole intenciones criminales, cobardía, infamia, ingratitud y desprecio por el pueblo y las tropas porteñas–, con el objeto de justificar –posteriormente– las medidas adoptadas contra los conspiradores.5

Sin embargo, la prensa no brinda detalles sobre las ejecuciones, un silencio lacónico acerca del desenlace contrasta con el puntilloso detalle de los momentos previos. En realidad, semejante silencio y omisión de las condenas debe ser interpretado como una primera declaración política por parte de la Junta. Se trata, entonces, de “olvidar la historia escandalosa de estos últimos tiempos”6 y de resaltar –esencialmente– la “cordial gratitud”, la concordia y la hermandad entre los pueblos. Hacia mediados de septiembre, sólo aparece una referencia velada a los fusilamientos de los opositores –que naturalmente ya eran de dominio público– y se señala que “la memoria de estos se mira con la mayor execración”.7

Recién a mediados de octubre se difunde en La Gaceta un extenso Manifiesto de la Junta,8donde se explican los crímenes cometidos por los contrarrevolucionarios y se justifican las medidas adoptadas contra ellos. Evidentemente, la noticia había consternado a la población y había suscitado críticas, por lo cual la Junta se ve obligada a referirse explícitamente a un tema que –hasta entonces– expresamente había preferido eludir. (…) El texto refleja tanto la tensión e incomodidad que generó la medida –perceptible incluso en la forma elusiva de referirse a los fusilamientos (el “abismo en el que se han sepultado ellos mismos”; “cuya existencia no nos ha sido posible conservar”)–, como la convicción acerca de la necesidad política de adoptarla.9

El Manifiesto aventura también un pronóstico acerca de la memoria que quedará de los conspiradores, en especial de Liniers, y sigue la mis­ma línea anteriormente sugerida de reescribir –en clave crítica– sus glorias pasadas: “Un eterno oprobio cubrirá las cenizas de D. Santiago Liniers, y la posteridad más remota verterá execraciones contra ese hombre ingrato, que por voluntaria elección tomó a su cargo la ruina y exterminio de un pueblo, a que era deudor de los más grandes beneficios…”.10 (…)

Entre los textos que surgen de la pluma de autores que apoyaron la revolución, las Memorias de Beruti se destacan por la capacidad descriptiva y la riqueza de los detalles… (…) El apoyo que el autor muestra a la causa patriota, no le impide marcar cierta distancia en relación con los hechos… (…) Es así que Beruti se molesta en acompañar –de manera puntillosa– todos los títulos honoríficos al nombre de Liniers y pondera de una manera muy distinta a La Gaceta los hitos de su vida, otorgándole la centralidad en la defensa frente al ataque inglés, y reconociéndole virtudes personales que la Junta le estaba arrebatando en la prensa: “Murió Liniers, murió este grande hombre desdichadamente a los cuatro años catorce días que entró triunfante en Buenos Aires, pues él reconquistó esta ciudad […] del poder de los ingleses. Sus prendas morales eran ejemplares, pues era buen cristiano, muy caritativo, desinteresado, porque cuanto tenía lo daba […] era mucho lo que amaba a los hijos de Buenos Aires”. (…)

En relación con el problema de las formas de morir, a diferencia de La Gaceta –que les atribuyera cobardía por la huida–, el autor encuentra grandeza, dignidad y valor, especialmente en la forma de transitar el instante final y enfrentar la muerte… (…)

Una descripción detallada de los últimos momentos de los conspiradores, se encuentra en la Relación de los últimos hechos del General Liniers –un anónimo que fuera escrito en Montevideo en enero de 1812… (…) El texto pinta, finalmente, un cuadro detallado de las ejecuciones y de la forma honrosa en que, con el cuerpo y la palabra, enfrentaron con dignidad a la muerte: “Liniers dijo: ‘Todo es en vano, estamos en la mano de fuerza; conformidad […] morimos por defender los derechos de nuestro Rey y de nuestra patria, y nuestro honor va ileso al sepulcro’.Calló y pidió al señor obispo le sacase del bolsillo el rosario y paseándose lo rezó y continuó paseándose preparándose para la confesión, todo con tal nobleza y entereza que aseguran algunos que estaban presentes que en aquel estado de ignominia y con los brazos atados, parecía más glorioso que en su victoria de la reconquista y defensa en que con heroica intrepidez despreciaba las balas enemigas”.11 (…)

La decisión de aplicar la muerte a los conspiradores implicaba también tomar una serie de disposiciones en relación con los restos, que –entre otras cosas– lógicamente apuntaban a privarlos de un funeral y un enterramiento considerado digno y acorde a la posición social preeminente detentada en vida. En este caso, los cadáveres fueron enterrados en una estrecha fosa común, que expresamente no tendría ninguna seña que los identificara, en las inmediaciones del pueblo de Cruz Alta. Las órdenes que portaba Castelli establecían que el enterramiento fuese sin pompa alguna y la Junta dispuso que en todos los templos de la ciudad no se hiciesen exequias por los difuntos.

La “conspiración de los españoles”
El descubrimiento de la conspiración de Álzaga a fines de junio de 1812, iniciaría una represión en la ciudad hasta entonces inédita hacia los peninsulares: 29 acusados fueron condenados a la pena de muerte, 23 enviados a presidio y 11 fueron desterrados de Buenos Aires. La decisión de analizar este caso obedece a la importancia e intensidad que registró, “con el tiempo se descubrirá que la represión desarrollada en 1812 fue excepcional, ya que nunca más se repitieron en Buenos Aires fusilamientos ni encarcelamientos masivos de españoles europeos” (Pérez, 2012: 90). (…)

(…) Como ha señalado Polastrelli, la “conspiración de los españoles” muestra un quiebre también en otro sentido; a diferencia del caso anteriormente analizado acerca de la disidencia en Córdoba, donde tanto la Junta como los conjurados inscribían sus acciones en el marco de la fidelidad a Fernando VII, el orden político que había surgido en 1810 ya no se percibía como parte integrante de la monarquía española, aunque todavía no hubiera definido su status jurídico; en este sentido, el juicio mostraría claramente que el atentado era “contra la Patria y su gobierno” y reflejaría, asimismo, la creciente polarización entre “americanos” y “españoles” y las redefiniciones identitarias que la revolución había inaugurado (Di Meglio, 2007; Fradkin, 2008). De modo que los acusados fueron calificados como “reos de lesa patria”, delito que –si bien remite al de lesa majestad– reemplaza la figura del rey y constituye un cambio significativo en el discurso (Polastrelli, 2011: 4). (…)

(…) El gobierno actuó con celeridad y transmitió un claro mensaje político a través de las sentencias, ofreció a la “expectación pública” los cuerpos de todos los condenados e intentó poner fin al espectáculo sangriento, cuando consideró que había sido suficiente. (…)

Además de la dureza de las penas y el recurso al escarmiento ejemplar, las autoridades enviaron un mensaje paralelo al del castigo: decidieron premiar al negro Ventura, el esclavo que había sido el primer denunciante de la conspiración, otorgándole la libertad y el uso del uniforme del regimiento número 2, con un escudo en el brazo izquierdo donde podía leerse la inscripción “Por fiel a la Patria”. Entregándole además 50 pesos fuertes como gratificación y “un sable para custodia de su benemérita persona, declarándosele con opción al sueldo de soldado de la Patria”.12

La importancia simbólica de este gesto no debería pasar desapercibida, mientras algunos conspiradores son degradados y considerados indignos de portar las insignias militares, el gobierno reconoce la acción de Ventura, y ese acto de lealtad y patriotismo lo hace merecer el uso del uniforme. También ilustra acerca de las nuevas concepciones del significado de ser “benemérito” y, por ende, digno de honores y reconocimientos por los méritos individuales. De este modo, el poder apela a una pedagogía adicional a la del suplicio, desplegando una suerte de fábula política portadora de una clara moraleja que condensa –en la distribución de premios y castigos– los nuevos valores patrióticos y republicanos.13 (…)

Después del tiempo estipulado para la exposición pública del cadáver, la Hermandad de la Caridad se hizo cargo del cuerpo y luego de velarlo en el atrio de San Miguel, le dio sepultura en el Campo Santo del templo, como hacían habitualmente con todos los ejecutados, pidiendo previamente limosna para enterrarlos.

Entre el 11 de julio y el 6 de agosto, Beruti anota otras ejecuciones posteriores que incluyen la práctica deshonrosa de la degradación militar –despojo del uniforme e insignias militares e inutilización de la espada por el verdugo– y la imposición de algunas penas infamantes, entre ellas la del militar catalán Felipe Sentenach (Teniente coronel de artillería del ejército), a quien “antes de morir se le quitó la casaca siendo deshonrado públicamente; y se sacó sobre un caballo a la vergüenza, a que presenciase las muertes de sus compañeros al comerciante de nación gallego Francisco Neyra y Arellano, que va desterrado a la Punta de San Luis…”. También se ejecuta a Fray José de las Ánimas, “siendo el primer religioso que se ha decapitado en esta capital desde su fundación”.14

Evidentemente, a Beruti no le afecta tanto el hecho de que se condenara a los culpables, sino que parece profundamente impactado por lo que percibe como un trastocamiento de las viejas jerarquías, puesto de manifiesto a través de las formas concretas de matar y de morir. La aplicación de penas con connotaciones infamantes y el enterramiento afrentoso resaltan para el autor como hechos inéditos en la historia de la ciudad desde su fundación, teniendo en cuenta el poder y el prestigio social de los principales involucrados.

Numerosos trabajos han subrayado la importancia del carácter público y espectacular que tenían las condenas durante el Antiguo Régimen. La publicidad cumplía un rol central y se lograba a través de diferentes recursos: el pregón de la sentencia, el traslado del reo (paseo), el castigo a la luz del día y a la vista de todos, y la exhibición posterior del cadáver. La pena perseguía dos propósitos: el castigo o la expiación para el culpable y también tenía una dimensión pedagógica, dado que debía servir como ejemplo para el resto. A tal punto tenía una función de disuadir e intimidar, que una de las condenas posibles podía ser presenciar la ejecución de otros (como pasa con el Obispo en Córdoba y con un par de acusados en la conspiración de Álzaga, que luego son desterrados). (…)

(..) es bien conocido que la justicia criminal colonial se ajustaba a las características de una sociedad estamental, que se evidenciaba en la desigualdad de las penas, quedando exentos de la aplicación de penas infamantes los nobles y, en el caso de Hispanoamérica, los españoles en general. La forma más frecuente en que se aplicaba la pena capital en el Río de la Plata era la horca, pero como tenía un carácter infamante (al igual que los azotes), sólo podían ser colgados los de baja condición social, es así que una expresión común en la época para referirse a los pobres era denominarlos “carne de horca” (Levaggi, 1998: 291-303). (…)

En la trascripción de los recuerdos de uno de los asistentes a la aplicación de la sentencia, se aprecia la siguiente descripción: “Apareció Álzaga custodiado por la escolta de capilla, con un sacerdote al lado y llevando en sus manos un pequeño crucifijo de metal amarillo y cruz de madera negra […] Al llegar bajo el arco principal de la Recova, se arrodilló en el suelo así como el sacerdote que los auxiliaba, actitud en que permaneció algunos instantes para reconciliarse con Dios, y desde aquel momento ya no levantó más la vista, sufriendo la descarga fatal con gran entereza: parece que no quiso que le vendaran los ojos y rogó no se le hiciera fuego al rostro, sino al pecho, diciendo a los tiradores: Muchachos, cumplan ahora con su deber”.15

Si en algún punto “morir bien” era hacerlo con serenidad y entereza, “morir mal” se asociaba al pánico y a la cobardía.
Fuente: María Alejandra Fernández, “Muerte y pedagogía política durante la Revolución: Buenos Aires 1810-1812”, en Muerte, política y sociedad en la Argentina, Sandra Gayol y Gabriel Kessler (Editores), Buenos Aires, 2015, págs. 33-59.

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