El 26 de marzo de 1812 Manuel Belgrano pudo hacerse cargo del ejército del Norte, si se podía llamar ejército a ese grupo de hombres desarrapados, desarmados y mal alimentados. El panorama era desolador: de los 1500 soldados sobrevivientes, casi 500 estaban heridos o enfermos. Había 600 fusiles y 25 balas para cada uno. Le escribía al secretario y hombre fuerte del Primer Triunvirato: “¿Se puede hacer la guerra sin gente, sin armas, sin municiones, sin pólvora siquiera?”. Pero ni Rivadavia ni el gobierno centralista que representaba se conmovieron y el general tuvo que arreglárselas como podía, y pudo reorganizar aquellas tropas, recomponer la relajada disciplina y, gracias a la colaboración de la población, proveerlo de lo indispensable como para lanzarse al ataque.
Ante la inminencia del avance de un poderoso ejército español desde el Norte al mando de Pío Tristán, Belgrano emitió estando en Salta un Bando fechado el 29 de julio de 1812, disponiendo la retirada general ante el avance de los enemigos. La orden de Belgrano era contundente: había que dejarle a los godos la tierra arrasada, ni casas, ni alimentos, ni animales de transporte, ni objetos de hierro, ni efectos mercantiles. Sabía que las tropas realistas llegarían a Jujuy muertas de hambre y de sed con la ilusión de abastecerse y se proponía no dejarles nada. Para eso contaba con el apoyo incondicional de todo un pueblo que lo venía dando todo por la causa revolucionaria. Los más pobres eran los que compartían lo poco que tenían con las tropas patriotas. Pero Belgrano desconfiaba profundamente de las oligarquías locales a los que llamaba “los desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud”. Tenía datos precisos de que ya estaban en contacto con la avanzada española para hacer negocios con las probables nuevas autoridades de las que habían recibido la garantía de respetar sus propiedades. Belgrano no les dejó alternativa: o quemaban todo y se plegaban al éxodo o los fusilaba. Belgrano les quitó todas las dudas, advirtió que no habría ninguna excepción y manifestó que no aceptaría “que sea solo carga de los pobres miserables exponer su vida para que los poderosos se mantengan gozando del sudor de aquellos mismos. Llevar las armas de la patria, obtener el título de soldado de ella, será una distinción de las más apreciables que caracterizará a los hombres de bien…”
Todo aquel pueblo, hombres, mujeres, ancianos y niños, partió a las cinco de la tarde de aquel 23 de agosto de 1812. El general Belgrano fue el último en partir a las doce de la noche de aquel día destinado a pasar a la historia. Quería estar seguro de que no quedaba nada ni nadie. Y quería también asegurar la retaguardia de todo aquel pueblo andante. El enemigo enfurecido le mordía los talones.
La gente llevaba todo lo que podía ser transportado en carretas, mulas y en caballos. Se cargaron muebles y enseres y se arreó el ganado en tropel.
Los viejos echaban una última mirada, en no pocos casos en más de un sentido, a sus casas, en las que habían nacido cuando la colonia parecía el único sistema posible, cuando quedaban tan lejos los vientos libertarios que sonaban ahora, tan lejos de aquellos fuegos que ahora devoraron las cosechas y en las calles de la ciudad hacían arder los objetos que no podían ser transportados. Eran ellos, los ancianos, los encargados de contarles a los nietos que todo esto se hacía para ellos, para que vivieran otra vida, mejor que la de ellos, libre.
Los voluntarios de Díaz Vélez, que habían ido a Humahuaca a vigilar la entrada de Tristán y volvieron con la noticia de la inminente invasión, fueron los encargados de cuidar la retaguardia. El repliegue se hizo en tiempo récord ante la proximidad del enemigo. En cinco días se cubrieron 250 kilómetros y poco después la marea humana llegaba a Tucumán. Al llegar allí el pueblo tucumano le solicitó formalmente que se quedara para enfrentar a los realistas. Por primera y única vez Belgrano desobedeció a las autoridades, que querían obligarlo a retirarse sin pelear, y el 24 de septiembre de 1812, con el invalorable apoyo del pueblo tucumano obtuvo el importantísimo triunfo de Tucumán. Animados por la victoria, Belgrano y su gente persiguieron a los realistas hasta Salta, derrotándolos el 20 de febrero de 1813.
Por aquellos triunfos de Salta y Tucumán la Asamblea del Año XIII decidió premiar a Belgrano con 40.000 pesos (aproximadamente un millón y medio de dólares de hoy). El general no lo dudó un instante y escribió: “He creído propio de mi honor y de los deseos por la prosperidad de mi patria, destinar los cuarenta mil pesos que me fueran otorgados como premio por los triunfos de Salta y Tucumán, para la dotación de escuelas públicas de primeras letras.” Lo que Belgrano no sabía era que la última de aquellas escuelas, se terminaría de construir recién en el año 2006. Es hora de que se haga justicia y se recuerde como se debe a aquel hombre extraordinario que dijo alguna vez: “Mucho me falta para ser un verdadero padre de la Patria, me contentaría con ser un buen hijo de ella.”
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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