sábado, 7 de noviembre de 2020

Elisa y Francisco, ¿una trágica historia de amor en el Río de la Plata?



El 8 de abril de 1827 a las diez de la noche muere en la batalla naval de Monte Santiago, el sargento mayor Francisco Drummond. Había nacido en la localidad escocesa de Dundee, en 1803. Pertenecía a una familia de linaje y sus antepasado habían servido a la casa Bruce y Estuardo. Al linaje le sumaban el orgullo militar. Para los Drummond morir en la guerra era un destino honorable: su padre y sus cuatro hermanos murieron en combate.


 

 

 

Cuando el 9 de septiembre de 1822, el regente Pedro fundó Brasil y rompió relaciones con Portugal y su propia familia, una de sus primeras decisiones fue constituir una armada, entre otras cosas porque el célebre “grito de Ipiranga” fue un grito de guerra porque el rey no estaba dispuesto a soportar la traición de su hijo y Portugal no estaba decidido a aceptar por las buenas perder a su principal colonia.
Drummond llegó a Brasil bajo las órdenes de lord Cochrane. Allí el joven militar de cabellos oscuros y ojos grises recibió su bautismo de fuego y sus primeros honores como militar. No fue larga la guerra contra Portugal, pero fue dura. Drummond estuvo presente en las principales batallas. Marañón, Itapuá y el asedio a Bahía. Cuando concluyó la guerra de la independencia, Drummond decidió pedir la baja en el ejército imperial en febrero de 1826. El 21 de marzo de ese año, llegó a Montevideo e hizo gestiones para incorporarse a la flota que estaba organizando Guillermo Brown. En el camino fue detenido por oficiales ingleses y después de unos meses pudo recuperar la libertad gracias a las gestiones del consulado.
La cárcel no le hizo cambiar las ideas y una semana después estaba en Buenos Aires y lo primero que hizo fue solicitar el ingreso a la armada patriota ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué arriesgó su libertad e incluso su vida sumándose a un ejército y una causa que aparentemente estaba condenada a la derrota? No lo sabemos. Puede ser intuición, aventurerismo, pasión guerrera o destino. Lo cierto es que a fines de 1826 se incorporó a la escuadra argentina y en enero de 1827 ya era capitán de la goleta Maldonado. Un mes después participó en la batalla de Juncal. Allí su desempeño fue tan heroico que el 23 de marzo lo ascendieron a sargento mayor. Le quedaban tres semanas de vida, pero él no lo sabía y, a juzgar por el arrojo que manifestó en los combates, pareciera que tampoco le hubiera importado demasiado que sus días ya estuvieran contados.
La historia de Drummond en ese sentido es heroica y romántica. El joven que aún no ha cumplido veintiún años y que, según los relatos de la época, era buen mozo y encantador, se enamora de Elisa, la hija del Almirante Guillermo Brown. Todo se desarrolla en un tiempo cronológico veloz e intenso. El noviazgo fue breve. Abundan las reuniones y tertulias familiares, los paseos por la alameda y el parque a la caída de la tarde o bajo la luz de la luna, los besos fugaces, las promesas de amor eterno y el compromiso de casarse una vez que Drummond regresara de la que sería su última expedición militar. Brown acepta el noviazgo y, a juzgar por la correspondencia de la época, sus amigos sospechan que está orgulloso de que su yerno sea un marino, valiente y honrado como él.
La tragedia suele ser la culminación de toda pasión romántica. Elisa y Francisco no fueron la excepción. Francisco Drummond murió en combate después de pelear como un bravo contra las naves brasileñas. La batalla había comenzado el 7 de abril de 1827: cuatro naves argentinas contra dieciséis naves brasileñas. El almirante Guillermo Brown arengó a sus soldados como sólo él sabía hacerlo. Sus palabras convocando al combate en nombre del honor han quedado grabadas en la historia, sobre todo sus dos últimas frases. “Camaradas, ¡confianza en la victoria, disciplina y tres vivas a la patria! ¡Fuego a discreción, que el pueblo nos contempla!”.
Drummond tomó al pie de la letra las órdenes del almirante y se lanzó al combate. La batalla fue despareja y la sangre de los soldados corrió generosa aquella tarde luminosa de sol, sangre y coraje. Una bala le destrozó la oreja a Drummond, pero para el soldado que fue honrado por su coraje en la batalla de Juncal, esa herida fue un estímulo más para continuar en batalla. El bergantín Independencia agotó sus balas y sus doce cañones fueron destrozados o inutilizados por la metralla enemiga. Brown ordenó abandonar el barco, pero Drummond desobedeció la orden. Cuando la situación se hizo insostenible, dejó el bergantín a cargo de Robert Ford, subió con Shannon y dos soldados a un bote y se dirigió a las naves criollas para reclamar más armamentos. La pequeña embarcación navegó por las aguas encrespadas y sacudidas por la metralla enemiga. Llegó hasta la goleta Sarandí, subió a cubierta y en ese momento un proyectil de 24 libras le destrozó la pelvis y el muslo de la pierna derecha. Fue el fin.
Después de tres horas de agonía, el joven militar de origen escocés, murió desangrado en la litera de John Halstead Coe, capitán de la goleta. Sus últimas palabras evocan las montañas de Escocia, el amor de su madre, Catherine Young y su novia Elisa Brown. A su madre le dejó un reloj; a su novia el anillo del compromiso. El anillo y el reloj los recibe Coe, pero el que está presente en la escena, rígido, inmutable, es Guillermo Brown. El almirante no dice una palabra. ¿Presiente que la muerte del novio de su hija será el anticipo de nuevas desgracias para su familia? No lo sabemos.
Francisco Drummond fue velado al otro día en la comandancia de marina y enterrado en el Cementerio del Socorro. El almirante Brown llegó a su casa, abrazó a su hija Elisa y le entregó el anillo. Brown era de pocas palabras pero sus gestos eran elocuentes. La leyenda dice que ocho meses después, el 27 de diciembre de 1827, Elisa se puso el traje de novia, caminó hasta la orilla del río y desapareció entre las aguas. El diario British Packet editado en Buenos Aires para la distinguida comunidad británica, dirá en su nota de tapa. “Dios quiera que puedan crecer las violetas en su tumba”. Brown y su esposa escribieron en la lápida de Elisa: “Tus padres, admiradores de tus virtudes y que lloran tu desgraciado destino, inclinándose ante los mandatos de Dios levantan este mármol sobre la tierra que cubre tus despojos”. Elisa cuando murió tenía diecisiete años.
Se dice que el almirante Guillermo Brown nunca más se pudo recuperar de la muerte de su amada hija. El escritor Guillermo Enrique Hudson, el autor de “Allá lejos y hace tiempo”, lo recuerda parado en la puerta de su casa, de rigurosas ropas negras, los cabellos rubios y la mirada azul perdida en el infinito. También se dice que el suicidio de Elisa es una leyenda propia de la tradición romántica de aquellos años. La verdad es que la infortunada muchacha se ahogó, es decir, murió como consecuencia de un accidente y no por voluntad propia. El hecho mismo que le hayan rendido honores religiosos en un tiempo en que la iglesia condenaba a los suicidas, sería una prueba de que de que murió como consecuencia de un accidente. Las mismas fuentes precisan que la muchacha se fue a bañar a orillas del Río de la Plata acompañada por su hermano menor Eduardo y se ahogó cerca de la quinta de Mateo Reid.
Los partidarios del final trágico insisten en su versión. Afirman que está probado que Elisa quedó muy afectada por la muerte de su novio y que ninguna mujer se viste de novia para ir a pasear a orillas del río. ¿A quien creerle? ¿A la teoría del suicidio o a la del accidente? Sin duda que la leyenda es más interesante poéticamente que el accidente. Por lo menos así lo entendieron los poetas y escritores que bautizaron a Elisa la “Ofelia del Plata” o la “Novia del Plata”, según la inspiración de Pedro Moya y Pedro Blomberg. Por su parte, León Benarós, le dedicó el siguiente poema.

“Año de mil ochocientos
 veintisiete, año de luto
Elisa Brown se suicida
en las aguas del Riachuelo
Ay la niña valerosa
de la quebrantada fe
ya posa su pie en el barro
ya el río lame su pie
blanco era su pensamiento
blanco su amor floreció
de blanco se fue hacia el río
y de blanco se metió”.

Rogelio Alaniz

 

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