domingo, 21 de diciembre de 2025

LA ÚLTIMA CENA

Todos coincidimos en que celebrar la Navidad no tenía sentido cuando, unas semanas antes de la fecha, nos dimos cuenta de que el patriarca era incapaz de reconocernos. 
Con la esperanza de reparar su desmemoria probamos a enseñarle fotografías tomadas veinte, treinta años antes en otras navidades, y su mirada de carbonilla solo recobraba un atisbo de vida cuando se detenía en el rostro de los muertos. 
Al principio nos decíamos los unos a los otros que había una remota posibilidad de que, llegado el día, si hacíamos de tripas corazón y nos reuníamos para celebrar Nochebuena y Navidad una vez más, él aprehendería su significado porque las conversaciones y las disensiones se reiterarían con implacable impertinencia: las quejas sobre los excesos gastronómicos, el disgusto que nos suscitaba la servidumbre de reunirnos por obligación en una fecha dictada por la costumbre, el evidente despilfarro de manjares desplegado en la mesa… 
Las mismas voces pronunciando las mismas palabras conjurarían el espíritu de todas las navidades hasta que la constancia de su edad, representada en la suma de todas las navidades pasadas, se abriera paso en su cerebro para hacerle comprender que esta sería la última para él. 
Fue al anticipar la velada con el recuerdo de las precedentes cuando todos vimos que esta era la ocasión propicia para hacer realidad nuestro sueño de escapar a la celebración. 
Parece que al principio, por una especie de acuerdo tácito, lo que proyectábamos era fingir que ese día era un día cualquiera. 
Bastaba cambiar el almanaque y dejar expuesta una fecha al azar de un mes invernal, por si un ataque repentino de lucidez provocaba en el patriarca la extrañeza de la falta de luz a primeras horas de la tarde. 
Pero como no terminábamos de concretar nada parecía que finalmente la fuerza de la costumbre nos empujaría a reunirnos a nuestro pesar. 
Cuando una semana antes de la celebración Bárbara me llamó para contarme con voz trágica que no tenía con quién cenar aquella noche, anuncié que enviaría una sustituta para que se sentase en la silla que yo solía ocupar, junto a la silla vacía de mi marido, que seguían colocando en su memoria. 
Y todos, pasado el primer momento de estupor, se aplicaron a la tarea de encontrar un doble de sí mismos. 
Confieso que esa reunión de absolutos desconocidos me atraía más que las navidades precedentes, pero si ahora decía que quería asistir, sospechaba que el resto de los miembros de la familia también lo haría y volveríamos a la Navidad de siempre para quedar atrapados en la pesadilla de la celebración que tratábamos de evitar. 
Ninguno de nosotros podía poner un pie en ese salón. Tendríamos que resignarnos a conocer el desarrollo de las festividades por el relato que de ellas nos hicieran nuestros suplantadores. 
Cada cual encontró un sustituto y todos cumplimos con diligencia y hasta de mejor talante que en años precedentes las tareas que teníamos asignadas por tradición. 
Uno puso el árbol navideño en la fecha señalada, otro llevó las mantelerías, cada cual compró y preparó su parte de la comida. 
El menú sería el mismo. Solo los asistentes eran nuevos. Desconocían nuestras relaciones. 
Lo único que sabían era en qué silla debían sentarse, para lo que confeccioné un cuidadoso plano, hasta con las sillas vacías de los ausentes. 
Se llamarían unos a otros por nuestros nombres, no revelarían los suyos. 
Como casi todos, excepto un actor contratado a última hora y una trabajadora recién incorporada a la empresa que dirigía mi cuñada, conocían detalles de nuestra vida, no les sería difícil representarnos. Mi sustituta nunca me contestó al teléfono cuando la llamé los días siguientes a la celebración para que me contara cómo habían transcurrido las fiestas. Nadie consiguió establecer contacto con su doble de la cena y de la comida que tuvo lugar al día siguiente en la que consumieron, como era predecible, las sobras de la noche anterior. 
La empleada de mi cuñada no volvió a presentarse a su puesto de trabajo. 
¿Qué había podido pasar? No habíamos percibido ninguna anomalía. 
Las manchas en las mantelerías eran las de siempre, como si las copas de vino se hubieran servido desde el mismo lugar y con la misma frecuencia y el vino conociese de siempre la trayectoria en la que debía derramarse en los brindis. 
Pero los vecinos nos miraban raro cuando reanudamos nuestras visitas esporádicas y el portero dejó de levantar los ojos del periódico para saludarnos, como si nos hubiésemos convertido en personas no gratas. 
Aventurábamos hipótesis en llamadas cruzadas: peleas, una orgía, un escándalo. Empezamos a sentirnos incómodos por haber sometido a un anciano a un experimento tan arriesgado, entre perfectos desconocidos. 
Cuando lo ingresamos en el hospital unas semanas más tarde, descubrimos bajo su colchón una polaroid de la velada. Debió de ser tomada al filo del amanecer, porque una luz lechosa iluminaba un extremo del encuadre. 
Era idéntica a las fotografías que conservábamos de la celebración de cada año. 
Los asistentes tenían nuestras mismas expresiones y se habían dispuesto como lo hubiésemos hecho nosotros mismos. Aun sin conocer a los suplantadores del resto de los miembros de la familia, todos podíamos adivinar quién era el doble de quién. 
Sus facciones reproducían nuestra misma expresión de hastío y en sus ojos se pintaban nuestras mismas rencillas, pero el rostro del patriarca estaba animado por la luz de Navidades de hacía muchos años, al igual que estaban iluminados otros cuatro rostros que se recortaban a un lado de la fotografía, cuatro desconocidos a los que nosotros no habíamos invitado. Reconocí al instante al suplantador de mi marido muerto, a la abuela, a la matriarca, al tío Andrés. 
Para el patriarca nuestra presencia año tras año había sido irrelevante. Se había servido de nosotros como figurantes para conjurar a los ausentes y nuestra deserción le había dado la oportunidad de convocarlos. 
Él había celebrado la Navidad con los ocupantes de las sillas vacías, donde está la ausencia. 
 Paloma González.

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