sábado, 27 de junio de 2020

Lepoldo Marechal, Adán Buenosayres. Fragmento

"Habrías detenido aquel hermoso tiempo, y edificado una eternidad con lo mejor de aquellas horas estivales; pero el sol ha entrado en Libra, y los viñedos enrojecen al anuncio del otoño. Durante la mañana y la tarde has vendimiado, con tus amigos, la viña de madame Fine: los racimos polvorientos han enriquecido las cestas de mimbre y están ahora en el lagar, esperando su transformación dionisíaca.



Por la noche se dará un baile rústico en la colina: Badi, Morera y Butler disponen ya el arreglo de la casa, mientras que madame Fine, con estudioso método, explora los rincones de su bodega. Es la víspera de tu marcha, y en el semblante de las cosas te parece advertir un gesto de adiós. Horas después, en medio de la noche, guías a los invitados por el sendero que conduce a la casa: la tiniebla, el silencio y la soledad han puesto en boca de madame Aubert una sombría historia de aparecidos; y la imaginación de tus acompañantes ya está excitada, cuando llegas con ellos frente a la colina. El portón de hierro chirría lúgubremente al abrirse: ¡bien chirriado, portón! Uno a uno los invitados trasponen el umbral, y sus ojos tratan ahora de orientarse en la negrura. De pronto gritan las mujeres, pues acaban de tropezar con piernas oscilantes de ahorcado; ríen luego, al abatir los dos o tres peleles que Badi colgó de las higueras. Y entonces una luz de bengala, chisporroteando súbitamente en el olivar, hiere los ojos, pone un temblor azogado en las sombras e ilumina el baile de dos fantasmas que hacen cabriolas en la era, mientras alguien, hombre o diablo, aúlla entre los pinos inmóviles. Cuando el silencio y la negrura se han reconstruido, enciéndense todas las luces de la casa, irrumpe la música; y madame Fine, desde la terraza, ofrece a los invitados que llegan el primer vino de la noche. Giran las parejas en la terraza: el alférez Blanchard, casi un niño, baila con Ivonne, la cual parece distante y sola entre sus brazos. En el ángulo derecho de la terraza, las viejas dames, copa en mano, sacan a relucir el esplendor de sus antiguos días; las tres adolescentes de Nimes, en el ángulo izquierdo, juntan sus cabecitas de oro, cambian entre sí angustiosas impresiones de aquel mundo que no se les abre todavía, y picotean con sus largos dedos las uvas negras de una fuente que Butler ha colocado en la barandilla de la terraza con la intención de pintar una nature morte. Cuando cesa la música, se oye un coro de voces que cantan en el pinar una vieja canción de vendimia, o el murmullo excitado de los niños que asaltan en la sombra las higueras. Después, como la luna se levanta sobre los collados, el baile continúa en la era del trigo. Bailas con Ivonne, y una vez más el alférez Blanchard, tras de mirarte con angustia, se aleja entre los olivos del huerto: es necesario que le hables esa noche y le digas qué valor tiene aquella mujer a tus ojos. Pero, cuando sales a su encuentro en el olivar, sólo le anuncias tu partida: lees la sorpresa, el gozo y la turbación en aquel semblante de niño; y en el fervor de sus palabras te sientes ya lejano, como si hubieras partido hace muchas horas. Con todo, el alférez Blanchard se resiste a darte aún el adiós definitivo: quiere despedirte mañana, en su nave de guerra. Es así cómo al día siguiente cruzas las aguas de Tolón en una canoa que vuela por entre grises acorazados: trepas la escalerilla del "Bretagne", y conducido por Blanchard avanzas a la sombra de los grandes cañones. Y ciertamente, se han cambiado luego brindis tan numerosos como imprecisos en la cantina de los oficiales: después, en su férreo camarote, Blanchard te ha leído versos de su cosecha, en el tono de Rimbaud. Atardecer final en Sanary junto a la torre fenicia que aún se levanta en el extremo del promontorio: el mar lame las rocas llenas de valvas negras, y aunque no corre viento, los pinos guardan su inclinación de combate, como si los doblegara un mistral invisible. Tu sombra y la de Ivonne se alargan, paralelas: has ignorado la forma que tienes tú delante de sus ojos, pero sus ojos lloran en el instante definitivo. Y regresas al fin, en soledad de cuerpo y alma. “¡Pudo ser! ¡Pudo ser!", aúlla un demonio en las colinas distantes." [pp. 576-578]



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